Una grieta más.
He decidido ser madre y también estudiar, trabajar, vivir mi vida. Pero dentro de una familia machista que piensa que las mujeres sólo debemos ser madres y atender la casa, la realidad no luce muy acogedora.
Ser madre joven en una familia machista.
Colaboración con «Athenea». Xalith Velázquez
“Cuando quedas embarazada hay algo de lo que nadie habla y es el duelo por la persona que eras, porque el hecho es que, por mucho que desearas ser madre, ya nunca dejarás de serlo”.
Esta frase de la película Mis dos vidas (Dir. Wanuri Kahiu, 2022) pone en tela de juicio la idea generalizada de que el ser madre es un instinto natural, que tenemos ese sentido para proteger a nuestros niños, que tenemos un chip integrado para saber qué hacer cuando se caen, se enferman o están en peligro. Todos nos dicen que la maternidad es lo más maravilloso de este mundo y que cuando nos conocemos en la hora del parto nos deberíamos dar cuenta que todo ha valido la pena. Pero desde los 6 dolorosos meses, porque ahí empezaron mis achaques, junto con el caos de una familia machista, se empezó a formar un hueco, un vacío y una tristeza por dejar de ser quien era.
Mi historia empieza con la promesa de un futuro brillante, como el que una persona rodeada de privilegios puede alcanzar. Recién me graduaba y tenía una muy buena oportunidad laboral. Pero escuché su corazoncito latir y no hubo vuelta atrás. Me llené de valor pero me perdí a mí misma entre las decepciones y las tristezas. Hubo días que la existencia me abandonaba, algo se iba muriendo dentro de mí. No era como habían dicho, que la felicidad irradiaba por este tipo de decisiones. Elegí ser madre pero el panorama que se pintaba ante mí era muy sombrío. A pesar de que yo decidí seguir adelante, la realidad no fue como pensaba. Quienes creía mis amigos ni siquiera un mensaje me mandaron. Y aunque las oportunidades de ese futuro brillante se presentaron, la voz del machismo me empezó a susurrar en el oído, muy cerca, como una leve brisa que rozaba mi cuello.

Cuando le conté a mi mamá de una propuesta de trabajo muy buena para mí, ella me contestó que no podía tomar ese trabajo porque tenía que cuidar y proteger al bebé. A lo que respondí que sí lo haría y que me esforzaría por cuidarlo bien. Pero me replicaron que el bebé me necesitaba de tiempo completo y que yo debía estar con él hasta que creciese. Como si no pudiera tener una vida propia y ahora solo se tratara de atender a la nueva personita que crecía dentro de mí.
Pensé que, puesto que había tomado “malas decisiones” al embarazarme, debía quedar bien con mi familia y con la familia del papá. Debía hacerme responsable de “las consecuencias de mi error”, y me dejé llevar por los “consejos”, más bien órdenes, de las familias; y en el fondo creí que con el tiempo todo estaría mejor y que ellos tenían toda la razón. Pero poco a poco me fui perdiendo. Mi esposo estuvo siempre al pendiente y juntos logramos fortalecernos, pero en medio de los susurros de una familia machista como la mía, era predecible que tarde o temprano iban a criticar muchas cosas. El cariño con el que nos tratábamos, la colaboración de él con las labores del hogar e incluso el hecho de que en muchas ocasiones quien lavara la ropa o cocinara no fuera yo sino él, eran de las cosas donde el típico comentario sexista salía a la luz: “si fueras mi hijo ya te hubiera dicho que mandaras a tu esposa muy lejos, porque esas labores son responsabilidad de ella”. Eran las voces de mi propia familia.
Cada vez que yo escuchaba cosas como ésta, una grieta más se abría en mi corazón. Me rendí. Comencé a pedirle a mi esposo que mejor me ayudara en otras tareas donde nadie lo viera, que yo no quería problemas, y así me ahogué en el mar de sus “consejos”. Cada grieta en el corazón era el duelo que pasaba con las personas que decían quererme.
Nació el nuevo ser. Pero no sentí ese amor a primera vista, como todos me habían dicho que ocurriría. No me levantaba con gusto en la madrugada a darle de comer ni a cambiarlo. Estaba físicamente exhausta y no me había recuperado todavía de la cesárea. Mi esposo trabajaba y no llegaba a casa en días, ni siquiera para dormir. Mi madre me iba a levantar y me decía que tenía que hacer los deberes, que era mi responsabilidad hacerlo, aunque apenas habían pasado un par de días de tener la cirugía. Con muchas dificultades y trabajos podía trapear el piso o preparar algo para comer yo misma. A cada momento sentía que la herida podía abrirse. Cuando tuviste una cesárea no debes hacer grandes esfuerzos. Mi madre lo sabía y ni siquiera recibí una palabra de aliento suya. Al contrario, me obligaba a hacer esfuerzos físicos que no debía. Su argumento era que había abierto las piernas y que ahora me tenía que aguantar .
Esa alegría de ser madre no la sentí los primeros meses. No me sentía feliz, era torpe para cambiar los pañales a la bebé y cuando mi familia me veía hacerlo me llamaba inútil. Sin embargo mi bebé empezaba a sonreír y ya no sentía tanto ese vacío que se formó en el embarazo. La vida comenzó a hacerse más ligera cuando dio su primer paso a los 11 meses. Ahí sí que empecé a sentir la alegría de mi decisión. La emoción se reafirmó cuando su primera palabra fue “mamá”.
Pasaron los meses y mi bebé era tan alegre que a pesar de todo lo que pasé para adaptarnos ya no pesaba tanto. Dejé de sentir ese remordimiento de no sentirme feliz por esta etapa de mi vida. Entendí el mensaje ser madre por elección. Yo elegí ser madre a pesar de que estaba plenamente consciente de las circunstancias, particularmente de cómo se comportaría mi familia.
Esa misma familia cuya madre, comprendo ahora, lo fue sin querer serlo. No recuerdo un abrazo tierno sino los regaños de cuando me caía y me ensuciaba; no una armónica reunión familiar sino los gritos a mi hermano menor; no una palabra de cariño sino los reclamos a nosotros (¿a nosotros por qué, si solo éramos niños?) porque no nos alcanzaba el dinero. Mi madre tenía que trabajar, no había tiempo para sentarse y platicar cómo había sido el día. Por supuesto, eso lo entiendo. Pero no entiendo por qué prefería pasar el tiempo con sus amigas, aún estando en casa, antes que revisarnos la tarea y ayudarnos con ella. Cuando tenía dudas nunca me respondía y solo me decía que mejor le preguntara a la maestra.
Cuando papá llegaba del trabajo había algo de paz en casa. Generalmente no discutían, aunque pensándolo bien no hablaban. Mis padres no se comunicaban entre ellos, ni siquiera para hacerse saber si nos faltaba algo. A veces yo misma me sentía culpable por usar zapatos nuevos, es decir por gastar dinero que, siempre escuchaba en casa, “no teníamos”. Nadie me explicó que era responsabilidad de mis padres darme las condiciones mínimas de una vida digna. Más aún, no recuerdo el “te amo” cálido que me contaban mis compañeras, ellas sí recibían en sus casas.
Cuando yo fui madre ya no era la misma. No era alegre, tampoco me arreglaba, porque tenía prioridad el cuidado a mi bebé que el mío propio. Quería que la pequeña estuviera bien, pero al mismo tiempo recibía burlas de mi familia, en especial de mi mamá, por ser “descuidada y gorda”, algunas veces “fea”. Las grietas se hacían más grandes. Por mucho que mi esposo estaba a mi lado, yo no lo veía porque solo quería enmendar el error de embarazarme y “fallarle a mi familia”. ¿Cómo? Haciéndoles caso en todas y cada una de sus indicaciones, minimizando la violencia psicológica que ejercían en mí. Llegué a sentirme agradecida porque no me rechazaron cuando salí embarazada.
Pero no era suficiente, nunca fue suficiente el sonreír, el preparar de comer, el jugar y atender las necesidades de mi bebé, que aunque me llenaba de alegría que me dijera “mami te amo”, seguían existiendo grietas en mi corazón que me decían que no era yo, porque el camino me costó el sacrificio de ser yo misma.
Como no podía trabajar porque le tenía miedo a mi madre, decidí ponerme a estudiar. Siempre quise ser abogada. El día que lo anuncié, mi familia me sacó la historia de la abuela, que en medio de su ignorancia y pobreza crió a 15 hijos sola, sin estudiar. Me dijeron que ese era nuestro destino, el de todas las mujeres, quedarnos en el hogar para siempre y que eso era lo correcto. Regresé llorando a casa porque, aunque siempre estuvo presente este tipo de violenciniñoa en casa, nunca lo quise ver. Sin embargo mi esposo me apoyó. No solo hacía su trabajo sino que entre los dos también manteníamos la casa limpia y en orden. Me impulsó a que sí estudiara y hasta me ayudó con mis tareas, aunque no fuera su área de expertise.
Pienso que en este punto empecé a recuperarme, pero no era igual, nunca volvería a ser igual. Elegí seguir mi camino e intentar hacer un mejor papel de madre que el que a mí me había tocado recibir. Estudiaba y cocinaba, atendía a mi pequeña y de la mano de mi esposo ejercimos una maternidad/paternidad responsable, o eso quiero pensar. Pasamos tiempo con nuestro hijo, platicábamos y lo escuchábamos, la imaginación de un niño es grandiosa. Acciones cotidianas como lavarse los dientes o realizar las tareas de casa, o el simple hecho de leer cuentos por las noches o platicar de como estuvo nuestro día, eran retos que teníamos que fortalecer en mi núcleo familiar, porque aunque vivíamos en la misma casa que mi madre, yo le explicaba a mi pequeña que necesitaba tiempo para mí y que eso era por nuestro bien. Así que empezó a ser mas independiente, a vestirse, comer y hasta llevarme ocasionalmente un postre a la mesa, porque ahora éramos un equipo. La empatía que sembré en mi niña era la que me hubiese gustado que me sembraran a mí. En su escuela me dicen que es una persona segura, responsable, amable y empática. Sus compañeros la quieren, es una persona que se ve feliz no solo por el simple hecho de la alegría que tenemos cuando somos pequeños, es por el hecho que en casa elegimos ser diferentes.
Sí, nos podemos perder en el camino, pero también nos podemos recuperar de este caos. De mi propia experiencia aprendí que está bien tener ideas diferentes, que está bien no ajustarse a las creencias y tradiciones que nos siembra nuestra familia, que el hecho de ser madres jóvenes no implica que la vida se acaba; pero sobre todo, que a pesar del duelo de no volver a ser nosotras mismas, siempre podemos elegir ser mejores.