Todo un santo el abuelo.
El duelo por la muerte de un ser querido es un momento de reflexión. Pero ahora imagina que eres una mujer, que después de un matrimonio arreglado vivió décadas con su marido y que cuando este fallece comienza a reflexionar sobre todo lo que hizo y no hizo de su vida.
El día que mi esposo murió mi tristeza fue infinita. Bien sabe Dios que sentí un dolor inmenso, el corazón apachurrado que no me dejaba respirar. Al principio, pensé que la tristeza era por su ausencia, por la falta que me haría mi compañero de cinco décadas. Y, sin embargo, poco a poco, fui dándome cuenta de que la tristeza siempre me había acompañado, como un vacío en el alma que ni Dios padre, ni mi difunto marido, ni nadie había podido quitarme; pero que se sentía más presente ahora que él ya no estaba.
Durante el velorio, mis hijos y nietos intentaban reconfortarme con frases de cariño, abrazos y promesas que pretendían alejar de mí la idea de soledad. Yo, por mi parte, intentaba hacer lo mismo, por eso les repetía una y otra vez entre lágrimas:
— ¡El abuelo era un santo! ¡Que Dios lo tenga en su santa gloria! ¡No pudieron tener un mejor padre mis hijos! ¡No pudieron tener un mejor abuelo! ¡Era el hombre más trabajador y dedicado a su familia que ha existido!
Horas y horas transcurrían entre lágrimas y sollozos, suspiros de dolor que acompañaban el ritual de despedida. Y aún así, parecía que el tiempo pasaba más lento, como si no tuviera intención de terminar, como si quisiera alargar el sufrimiento que se acompañaba de rezos y súplicas al Eterno, donde rogábamos por su alma. El ataúd al centro del patio, los cirios en las cuatro esquinas iluminando las flores blancas, los chilacayotes partidos y la cruz de cal bajo la caja. Los familiares alrededor tomando café, recordando los buenos momentos a su lado y las anécdotas que los acompañarían por el resto de sus días. La foto de mi marido sonriente, con esa mirada de “viejo sabio” que fue adquiriendo con los años y que parecía observarme atentamente, mientras de fondo se escuchaban las llorosas alabanzas: “Alégrate hermano, que tu alma está rica. La va conduciendo, una palomita, una palomita”.
Me encontraba sumergida en mis recuerdos, sentada en una silla a lado de mi esposo tendido, con la cabeza baja y cubierta por mi rebozo negro, hasta que mi nieta más pequeña me preguntó:
—Abuela ¿fuiste feliz con el abuelo?
Mi primera intención fue responder con un rotundo ¡sí, por supuesto! Sin embargo, no pude hacerlo. Me quedé en silencio. No vayan ustedes a pensar que la pregunta me causaba molestia o incomodidad, no era eso. Simplemente, sentía que no estaba segura de mi respuesta, no me salían las palabras. Pues a todo esto, ¿Qué es ser feliz?
Mi madre decía que una mujer es feliz cuando consigue un buen esposo, trabajador, responsable y temeroso de Dios. Sin olvidar, claro está, la bendición de los cielos al traer niños al mundo para formar una familia. De esta manera, desde muy pequeña me preparó para convertirme en una buena esposa y madre. Tenía que saber cocinar, bordar, hacer tortillas, cuidar a los niños, remendar; y por supuesto, saber escuchar a mi marido, sin hablar. Ya saben, a los hombres les molestan las mujeres que no saben callarse y que pretenden hablar como ellos lo hacen.
Por esta razón, mi juventud se me agotaba entre la iglesia y mis labores domésticas; pasaron los años y cuando estaba por cumplir veinte, mis padres preocupados por las habladurías del pueblo, ante la posibilidad de quedarme a vestir santos, decidieron arreglar mi matrimonio para solucionarme el futuro. Mi esposo sería un joven viudo con cuatro niños pequeños, que había tenido la mala fortuna de que su primera esposa falleciera dando a luz a su último hijo. Era un buen hombre, que había recibido una herencia considerable y que, al observarme un día en misa, había decidido pedirle permiso a mi padre para conocerme.
Aunque parecía demasiada responsabilidad para mi desde el principio, mi padre le dio mi mano pues estaba seguro de que era la mejor oportunidad que podría tener, y que, a su lado, sería una señora respetada. En tan solo cuatro semanas, después de dos visitas a mi casa, celebramos nuestra boda. Acudió todo el pueblo, pues no todos los días se casaba la hija de Don José, el tendero del pueblo. Se sirvió mole preparado por mi madre y todas mis hermanas, se adornó la casa donde nací para recibir a mi nueva familia. ¡Se festejaba al amor! Decían las mujeres presentes, mientras sus maridos bebían charanda y pulque sin prestarles la más mínima atención.
No voy a mentir, fue difícil. Un marido y cuatro niños pequeños de sopetón, no es lo que había imaginado. Sin embargo, ya tenía práctica en la crianza de chamaquitos, con mis hermanitos aprendí demasiado. Mi esposo era un santo, nunca faltaba comida en la mesa, trabajaba de sol a sol en el campo, salía muy temprano con el itacate que le preparaba y regresaba al atardecer. Casi no hablábamos, pero es normal, yo no podía entender todo lo que ocurría por sus pensamientos. Fui bendecida por Dios con siete hijos más; que, a pesar de las carencias, pocos frijoles y memelas, crecieron dentro de una familia para ser hombres de bien.
Entonces, según mi madre, yo debía haber sido feliz. Pero no sé explicar porque no me siento así. Mi esposo era un buen hombre, nunca me maltrató, él jamás intentó levantarme la mano. Yo no sufría de esas cosas, nunca tuve que correr a mi casa materna suplicando refugio, para evitar los golpes del marido colérico y borracho, como sí les ocurrió a algunas de mis hermanas.
No era perfecto, lo sé. Por ejemplo, no me gustaba que algunas noches no se presentara en casa a dormir, no me gustaba que dijeran en el pueblo que lo habían visto con la Silvia, todos sabían que era una mala mujer. No me gustaba que se gastara el dinero en ¡sabe Dios que cosas!, y tuviéramos después que comer todos frijoles nada más. Lo que menos me gustaba era cuando ignoraba lo que yo le decía, como si mi voz no tuviera sonido. Pero a pesar de todo, nunca me quejé ni le reclamé nada, porque eso es lo que hace una buena esposa, aprende a callarse y tragarse lo que siente.
La pregunta de mi nieta me acompañó por años, se repetía constantemente en mi cabeza. ¿Fui feliz con él? Me casé, tuve a mis hijos, los vi crecer y formar sus familias, nacieron mis nietos, ¡cumplí con todo! Entonces ¿por qué siento que faltó algo? Cuando mi esposo murió me di cuenta de que me sentía vacía, siempre lo estuve. Toda mi vida, fue para los demás; que otros estuvieran bien era mi objetivo. Su muerte, significó mi propia muerte.
Ayer vino a visitarme mi nieta, esta vez le dije que tenía que responder a su pregunta. Ella ni siquiera se acordaba. Le dije que fui feliz con su abuelo, lo feliz que se podía ser, porque tuvimos la oportunidad de compartir nuestras soledades. Que tuve una felicidad quieta, calmada, casi imperceptible, pero felicidad al fin de cuentas. Le conté todo lo que había hecho bien para ser una mujer feliz, según las enseñanzas de mi madre. Ella me escuchó con atención y cuando terminé, me lanzó una nueva pregunta:
—Abuela ¿repetirías toda tu vida?
Y mi respuesta, esta vez sí fue pronta y rotunda, como si se me quisieran escapar las palabras desde el fondo del corazón.
—¡No! Todo lo haría diferente. Desobedecería a mi madre, conocería a muchos chicos, me casaría con el que yo eligiera y cuando yo quisiera. Sería una mujer diferente. No sé si más feliz, pero creo que valdría la pena intentarlo.
Fui feliz, tuve un marido santo. Pero los santos son aburridos y si tuviera la oportunidad, cambiaría toda mi vida por un momento de extrema alegría, de esos momentos que dicen que hasta te hacen llorar, gritar, reír, cantar. Ya no me importaría ser una buena mujer o una señora respetada. Le dije a mi nieta que el mejor consejo que podía dejarle era que buscara su propia forma de ser feliz, porque cuando uno sigue lo que otros dicen que es felicidad, termina sintiéndose vacía, incompleta y enojada consigo misma, por no atreverse a pensar por su cuenta, por no atreverse a construir su propia felicidad. Fui feliz, pero tal vez, había más alegría que no pude experimentar, que no pude vivir; por ser al final de cuentas la sombra de un santo.
Extraordinario relato y una triste realidad de muchas mujeres mexicanas en todos los tiempos. Que triste!