Soy virgen, hasta que se demuestre lo contrario.
“Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios.” Hebreos 13:4 La religión, en sus versiones diversas, ha ejercido un control en la sexualidad en quienes las profesan, teniendo consecuencias cruciales en la sociedad. El mito de la pureza, en específico, está…
“Honroso sea en todos el matrimonio, y el lecho sin mancilla; pero a los fornicarios y a los adúlteros los juzgará Dios.”
La religión, en sus versiones diversas, ha ejercido un control en la sexualidad en quienes las profesan, teniendo consecuencias cruciales en la sociedad. El mito de la pureza, en específico, está relacionado con la no penetración vaginal de las mujeres, llevando consigo lastres antropológicos y sociales.
El valor dado a la pureza de las mujeres, es relacionado con la figura de la madre de Dios, concebir sin el goce sexual fue su proeza, y para nosotras un ejemplo, anteponiendo el sufrimiento al placer. Lo anterior, por una sola razón, las mujeres llevamos la carga del pecado original y nuestro pago debe ser lavado con sangre. Primero con la llegada de la menstruación, luego con la sangre que compruebe que no hemos sido mancilladas, la del del himen roto y finalmente la sangre que nos regala un poco de santidad y abnegación, la del parto.
Lo cierto es que el campo de la medicina, está desmitificado, la existencia de un himen que deba sangrar para complacencia del varón. Sin embargo, aun cuando las generaciones recientes, tienen mayor apertura ante el tema de la libertad sexual, sigue siendo la primera experiencia sexual un motín de cambio.
El negocio de la virginidad es muy lucrativo, La prostitución y la pornografía son negocios que todos los días ven en el cuerpo inmaculado de las niñas y mujeres, la redituable forma de agradecer al constructo social y religioso que nos hayan entregado la etiqueta de la pureza para que el mejor postor pueda pagarla.
El hombre que puede pagarla, se prepara desde niño para saber que poseer a una mujer con su miembro la dejará marcada para toda su vida, aun cuando el momento pueda llevarse a los idílicos paisajes de la cena y los pétalos de rosa, no deja de ser un intercambio de pureza por el boleto para la plenitud de una mujer, el de ser madre.

Quizá sea esa la razón por la que muchas adolescentes se preparan con esmero para entregar su cuerpo por vez primera. Las creyentes más fervorosas esperaran hasta el día del matrimonio para no pecar en la fornicación, pues tener sexo antes de unirse en alma con su pareja es sucio y lasivo para Dios. Aunque podríamos considerar mucho más lascivo que sea la religión falocéntrica, la responsable de los cánones de comportamiento de objetivización hacia nosotras.
Los comportamientos dictados por el patriarcado y su fiel aliada, la religión, están basados en la propiedad del cuerpo de nosotras. Apelando a la moral han hecho de nuestro cuerpo, el trofeo, negocio y campo de juego perfecto. El resultado de la apropiación de nuestra sexualidad, la han llevado a un plano aberrante, puesto que una vez teniendo el primer contacto sexual, nos consideran mujeres con un mayor riesgo de promiscuidad y, por ende, de infidelidad.
Por eso, dichoso el que ha de llevar una virgen a su lecho de matrimonio, y condenado el que carga con el pasado sexual de otra. Aunque hay hombres liberales que prefieren a una mujer experimentada para reafirmar que son ellos la mejor elección viril. Sea cual sea el escenario, las mujeres estamos siempre entre ser las inmaculadas o las Magdalenas.
Estamos presas en los roles y las estampas, bien lo refiere, Marcela Lagarde: “En contradicción con la concepción dominante de la feminidad, las formas de ser mujer en esta sociedad y en sus culturas, constituyen cautiverios en los que sobreviven creativamente las mujeres a la opresión.”
Es decir, hemos aprendido a encontrar satisfacción en la idealización de la virginidad, comenzamos a ser felices en el cautiverio en la que se encuentra nuestra sexualidad, siempre al servicio del macho.
De ahí la importancia de no ser precoces y entregarnos al primero que nos enamore. Y aún más importante, no dejar pasar mucho tiempo, porque también eso es una exigencia social: después de cierta edad, ser virgen ya no es una virtud sino un defecto.
La construcción social de la virginidad no permite el desarrollo sexual libre de las mujeres, siempre estamos bajo presión, esperando a no equivocarnos y elegir al indicado, o para no tardarnos en demasía y terminar solteronas y sin desvirgar. Ojalá esta construcción social estuviera fundada, no en la penetración, sino en el squirt, en la eyaculación femenina. Estoy segura que si fuera así, algunas todavía seríamos vírgenes, hasta que se demostrara lo contrario.
Por tal razón considero que la libertad de elegir nuestra vida sexual no puede estar sometida por dogmas o prejuicios, sino basada en nuestra dignificación y goce. Nunca bajo el yugo de los opresores anti-orgasmos y menos puede estar sujeta a la banal satisfacción egoísta de un falo.
A mí me ha parecido, al menos desde que estoy desaprendiendo, una tontería eso de la virginidad. Ser virgen, como hombre, es ser un blanco de burlas. Recordé la película «Kids», muy polémica en su tiempo, ya que desde el principio se toca ese tema.