¿Qué pasó con mi bebé?
Cuando una se embaraza suele pensar ¿qué puede salir mal? Mi esposo y yo esperábamos con ansias el momento de tener un bebé, así que cuando me enteré de mi embarazo fue una gran alegría para los dos. Debo reconocer que tenía ciertos temores, sobre todo porque no estaba segura de mi capacidad para ser…
Cuando una se embaraza suele pensar ¿qué puede salir mal? Mi esposo y yo esperábamos con ansias el momento de tener un bebé, así que cuando me enteré de mi embarazo fue una gran alegría para los dos. Debo reconocer que tenía ciertos temores, sobre todo porque no estaba segura de mi capacidad para ser una buena madre. Además, me asustaba el parto. Ya saben, por todo lo que uno escucha sobre eso. Mi abuela me decía que no tenía de qué preocuparme, que yo era una mujer fuerte, sana y de caderas anchas; que fácilmente tendría ese bebé. Mi madre, por su parte, me decía que no tenía por qué asustarme, las cosas se habían modernizado bastante y en el hospital del pueblo estarían al pendiente de que no me ocurriera nada malo, estaría en manos de médicos que sabían lo que tenían que hacer.
Así que decidí no preocuparme más y pasar mi embarazo con calma. Acudía a mis consultas prenatales regularmente. Mi ginecóloga me decía que todo estaba en orden, que mi bebé estaba muy sano. Ella me dijo que no era necesario hacerme otras pruebas, porque en los ultrasonidos no se veía nada que debiera alertarnos. Por esa razón me dijo que, si no tenía dinero suficiente, podía acudir al hospital general que teníamos cerca, ahí el costo sería más accesible.
Pasaron las semanas y el glorioso momento llegó. Comencé a sentir un poco de dolor en el vientre, estaba en el último mes de mi embarazo, por ello decidí acudir al hospital. Cuando llegué, ingresé a la sala donde me indicó el guardia de seguridad. Estaba muy nerviosa, nunca había estado ahí. Al entrar le dije a una enfermera que tenía dolores de parto y ella me indicó que pasara a una sala donde me atenderían. Hasta ahí, todo parecía normal. Entró una doctora muy joven y me pidió que me recostara en una camilla para que pudiera revisarme. Me explicó el procedimiento que me iba a realizar, yo solo entendí que me tocaría para ver si mi bebé ya estaba listo para salir. Los dolores eran intensos, así que no tuve ningún problema con que me revisara. La doctora me dijo que todavía me faltaba, que no estaba lo suficientemente “dilatada” para que saliera el bebé y que era necesario que caminara para ver si así se “dilataba” más. Que debería regresar en un par de horas.
Salí del lugar, y empecé a caminar. Conforme pasaban los minutos, el dolor se volvía más intenso, por eso regresé antes del tiempo que me había indicado la doctora. Cuando le dije que me dolía más, vi su evidente cara de fastidio. La doctora me revisó con brusquedad y me dijo lo mismo: que todavía no estaba lista y que debía continuar con mi caminata. Salí nuevamente de la sala para seguir caminando. Yo sé que hay muchas mujeres que solicitan el servicio, pero en verdad me dolía bastante, de lo contrario no la habría molestado. En el patio del hospital estuve horas caminando, mi esposo me decía que volviera a entrar, pero yo no quería importunar a los médicos. Así que esperé el tiempo que me habían dicho antes de volver a ingresar.
Cuando entré por tercera ocasión, comenzó a escurrir un líquido amarillento con sangre entre mis piernas, me asusté. La doctora me revisó de nuevo y me dijo que todavía no tenía la dilatación necesaria, pero que me ingresarían a la sala porque ya se había roto la fuente. Y si antes me había incomodado la forma en que me trataron y el dolor, en poco tiempo me di cuenta de que eso no había sido nada, lo peor estaba por venir.
Me ingresaron a una sala pequeña donde había muchas mujeres en trabajo de parto. Algunas gritaban, otras lloraban y unas pocas me sonreían discretamente con una mirada de comprensión. La enfermera que me recibió parecía molesta, era una mujer de edad avanzada a la cual no podías preguntarle nada porque para todo te decía: “espera a que el doctor te vea”. Me lastimaron mucho para ponerme el suero, al parecer los doctores no tenían mucha experiencia. Y acomodaron mi camilla en una esquina de la sala, desde donde podía observar a todas las mujeres que reaccionaban a su dolor de diferentes maneras.
En esa sala había mujeres de todas las edades. Recuerdo a una jovencita que lloraba y lloraba pidiéndoles a las enfermeras que dejaran entrar a su mamá. Las enfermeras se burlaban de ella con frases como: “¿A poco para hacerlo también llorabas por tu mamá?”. Había otra señora un poco mayor que yo, que me decía que ella llevaba 8 horas ahí y que su bebé todavía no “bajaba”, que le habían dicho que la meterían a cesárea. Estar en ese lugar era escabroso, los lamentos y gritos retumbaban en los oídos, pero no podía juzgarlas porque el dolor de traer vida es verdaderamente intenso y desgarrador.
Pasaron las horas y mi dolor era cada vez más fuerte. Yo intentaba preguntarles a las enfermeras que pasaban a mi lado sobre el tiempo que tardarían en atenderme. Algunas apenas si me veían, otras me decían: ¡espera tu turno, hay muchas mujeres por atender! Me revisaban cada cierto tiempo, que a mí me parecía una eternidad. Cuando me tocaba revisión, llegaba un médico y sólo me decía “abre las piernas” y metía sus dedos. Cada revisión era espantosa, no sólo por el dolor que produce que te toquen así nada más, si no también porque todo el mundo podía ver mi vagina, pues no había cortinas o algo que me cubriera. Aguanté, mi madre me dijo que eso podía pasar, así que intenté no ser grosera y esperar mi turno para pasar a la sala de partos.
Pero las horas transcurrían, perdí la noción del tiempo. De vez en cuando un médico joven pasaba a mi camilla y me ponía un aparatito para escuchar el corazón de mi bebé. Registraba algo en sus notas y me decía que estaba bien. Llegó la noche y había menos médicos y enfermeras. Los tactos y revisiones se volvieron más espaciados. Lo entendí, a final de cuentas eran menos personas trabajando y llegaban más mujeres a la sala conforme pasaba la noche.
Sin embargo, mi dolor no cesaba. Me dijeron que todavía no estaba lista, que como era mi primer bebé tardaría más tiempo. Eso lo comprendía, pero no significaba que el dolor fuera menor. Una enfermera se molestó bastante cuando comencé a exigir que me revisaran, porque llevaba horas en las que ningún médico se había acercado a mi camilla. Me trató mal, me dijo: “¡te atenderemos cuando sea necesario, aunque grites!”.
De repente, el dolor comenzó a disminuir. Honestamente no me asusté, hasta le agradecí a Dios un poco por el respiro. Eran como las dos de la mañana cuando el médico joven se acercó conmigo a revisar a mi bebé con su aparatito que parecía un micrófono. El médico me movía la panza y ponía en distintos sitios ese aparatito, supongo que para buscar el corazón de mi bebé. Después de un rato se alejó de la sala y me dijo que regresaría, que no me preocupara. Pero sus palabras y su expresión, más que tranquilizarme me llenaron de miedo. Algo estaba ocurriendo, aquello no era un comportamiento normal. Entonces, comencé a hablarle a mi pequeño como siempre lo había hecho. Era curioso porque mi bebé por lo general se movía al escuchar mi voz. Pero esta vez no funcionó.
En cuestión de minutos apareció otra doctora distinta a la que antes me había atendido, parecía más grande, con más experiencia. Empezó a revisarme y a buscar el sonido del corazón de mi bebé, lo mismo que el médico joven, pero algo en su rostro no me gustó. Yo estaba aterrada, llevaba mucho tiempo sin sentir que mi bebé se moviera. La doctora me dijo que era necesario hacerme un ultrasonido, que ella misma me llevaría. No recuerdo mucho de lo que pasó en ese momento, de repente me encontraba en una sala donde había un monitor, la doctora me revisaba mientras me llenaba la panza con un gel pegajoso. La doctora parecía desesperada, buscaba el latido de una forma ansiosa. Después de un largo rato, me dijo que no encontraba los latidos del corazón de mi bebé. Sus palabras fueron escalofriantes: “Lo siento mucho, pero su bebé ha fallecido”.
Grité, lloré, maldije al mismísimo Dios. La doctora intentaba explicarme lo que había ocurrido, me dijo algo sobre que “eso a veces ocurría”, como si de esa manera me pudiera dar consuelo. Me dejó llorar. Salió de la sala para avisarle a mis familiares, mientras la enfermera me colocaba algo en el suero. No sé exactamente lo que pasó en ese momento, yo estaba muy mareada y a pesar de no tener un dolor físico, me dolía el corazón. Mi esposo entró a la sala, me abrazó y me dijo que íbamos a reponernos. ¿Reponernos? ¡Así de fácil! ¡Como si hubiésemos perdido cualquier cosa! En verdad, juro que lo odié en ese momento, pues me hablaba muy tranquilo como si no se estuviera derrumbando mi mundo. Me dijo que tenían que sacarme al bebé, porque si no lo hacían me podía hacer daño. ¡Como si eso me importara!

Me llevaron a la sala de partos, me acomodaron en una camilla con las piernas separadas y en alto. Yo creí que me harían una cesárea, ya que si mi bebé estaba muerto pues cómo se iba a impulsar para fuera. Pero no fue así. Me dijeron que sería un parto “normal”, pues el hospital no podía gastar más recursos en un recién nacido que llegaría sin vida. Como si mi bebé no valiera nada. La doctora me decía muchas cosas, según ella “intentando explicarme” lo que iba a ocurrir. La verdad, no la escuché. No me interesaba lo que tuviera que decir y no quería oírla. Me hicieron pujar por varios minutos, que a mí me parecieron horas. Mientras otro médico me empujaba la panza y la doctora jalaba el cuerpo de mi bebé sin vida. Mi dolor era enorme, me dolía cada jalón que daban, cada que empujaban mi vientre, me dolía cada pujido que yo hacía entre sollozos. Me dolían las miradas de todos los que estaban en la sala, me veían con lástima. Pero lo que más me dolía era saber que en unos momentos vería la cara de mi hijo, muerto.
Me lo entregaron para que pudiera llorarlo. Era un bebé hermoso, pero flácido y azul. Tenía los ojitos cerrados, esos pequeños ojitos que yo jamás pude apreciar con vida. Su cuerpecito no respondía, no se movía. Lo abracé, lo besé con tanto amor como dolor había en mi corazón. Recordé en ese momento, al ver sus pequeñas piernitas, cómo me pateaba mientras estaba dentro de mi vientre, a tal grado que a veces no me dejaba dormir. Recordé las tantas veces que le canté, las veces que le platicaba de lo mucho que queríamos conocerlo.
Al final, salí de ese lugar con un mayor dolor que con el que llegué. Salí con el alma destrozada, cargando una pequeña caja blanca que contenía todas mis esperanzas y mis sueños. ¿Fue culpa del hospital? ¿De los médicos? No lo sé, lo que sí tengo claro es que, en el peor momento de mi vida, me trataron como todo, menos como un ser humano.