Pasos cansados
¿Cuál es el precio que tienen que pagar las mujeres migrantes para llegar a su destino? A veces, el dinero no es suficiente.
Recostada en una polvosa litera, fingiendo dormir, Leslie ha decidido abandonarse entre las tinieblas de sus pensamientos. Nada parece importunar su siesta, ni siquiera el sofocante calor del medio día parece turbar su evidente quietud. Las mujeres que entran y salen de la habitación la miran con un dejo de tristeza, como si al verla estuviesen mirando a un pajarillo herido. Se siente observada, por eso mantiene los ojos cerrados para evitar interactuar con ellas, no se siente con humor para el contacto humano. De hecho, no tiene ánimos para nada y así ha sido desde que salió del hospital. No tiene fuerzas para levantarse, mucho menos para salir del cuarto, quizás su fatiga se deba a que casi no ha probado bocado en una semana. Cuando Mariana, una monja voluntaria del albergue, se acerca amablemente a ofrecerle comida, la recibe con muestras de agradecimiento y se lleva a la boca un par de cucharadas; pero en cuanto Mariana se aleja y deja de mirarla, ella le obsequia su plato al primer chiquillo que se acerca a su puerta. Hasta el momento nadie le ha rechazado la comida, la verdad es que todos tienen hambre en ese lugar, excepto Leslie.
Ella sabe que en algún momento tendrá que levantarse, salir de ese abismo y continuar con su trayecto. Así se lo prometió a su madre, quien con lágrimas en los ojos le suplicó que no se fuera de casa. “No te vayas hija, vas a regresar chillando y hasta sin yinas1Yinas: sandalias o chanclas. Regionalismo de El Salvador.”, le decía su mamá cada que tenía la oportunidad desde que ella le dijo que había decidido irse a Estados Unidos. Su madre ya sabía lo que podía ocurrirle, lo había escuchado cientos de veces entre conversaciones con las mamás de otras mujeres que, como Leslie, habían abandonado su tierra en busca de mejores oportunidades. Ella sabía que su hija se pondría en peligro y aunque reconocía su valentía, también era consciente de una realidad funesta: “el precio de migrar para una mujer, casi siempre se paga con el cuerpo y no sólo con dinero”. Y aunque Leslie le respondía sonriendo a su madre cosas como “no se preocupe jefecita, no me va a pasar nada, verá que es chiche2Chiche: muy fácil o sencillo. Regionalismo de El Salvador.”, ella sabía los riesgos a los que estaría expuesta durante su viaje.

Lo supo desde aquella tarde en que su tía regresó entre llantos a su pueblo, después de cinco años viviendo entre gringos y ser deportada, y les contó las desgracias que había tenido que soportar para llegar a los Estados Unidos. Cuando con los ojos ahogados le platicó a la familia que, al no tener dinero para pagar al coyote, él se había cobrado a la mala en el desierto. Y aunque la tía Paula nunca mencionó la palabra “violación”, para todas las mujeres que la escuchaban no hacía falta que lo hiciera explícitamente para entender a lo que se refería. Además, Leslie recuerda que también lo supo cuando las voluntarias de un albergue en Guatemala les repartieron condones y les explicaron que en caso de que las agredieran sexualmente, deberían entregárselos a sus violadores para que al menos previnieran enfermedades y embarazos. Una y otra vez rememora cada palabra de esas mujeres en su mente y una voz en su cabeza le dice en tono irónico que todo lo que le pasó ha sido su culpa, por creerse especial y pensar que a ella eso nunca le podría ocurrir.
Pero a pesar de que Leslie sabía con antelación el riesgo que significaba migrar siendo mujer, no había dimensionado verdaderamente lo que representaría para ella pasar por esa situación. Ella intentó seguir todas las recomendaciones de su familia: no viajar sola, no acercarse a personas extrañas y evitar quedarse cerca de gente con mala facha; especialmente de los tatuados, porque según le decía su tía Dolores: “nunca se puede saber si un rayado es o no un mara3Perteneciente a una “mara” grupo organizado de jóvenes, especialmente de origen salvadoreño, que se dedica a actividades delictivas y criminales.”. Así, cruzó la frontera de su país con Guatemala, alerta todo el tiempo de las personas que la rodeaban, aunque fueran bayuncos4Bayunco: gracioso o bromista. Regionalismo de El Salvador., y sin alejarse de su primo que viajaba con ella. Además, intentó verse lo menos provocativa que podía, utilizó pantalones anchos, sudaderas, tenis y gorra, se cortó el cabello. Pensó que, de esa manera, evitaría las miradas y los peligros que trae consigo usar ropa femenina.
Al llegar a la frontera con México, ella se sentía cada vez más cerca de sus sueños. Pensó que en cuestión de días llegaría a McAllen con sus hermanos. Nunca se imaginó que este nuevo país era más inmenso de lo que parecía en los mapas y mucho menos que tenía que cuidarse de otras bestias, además de los agentes de inmigración. Con todas las esperanzas puestas en sus cansados pies, caminó por horas y horas en la oscuridad en medio de un grupo de hombres y mujeres que tenían el mismo destino y objetivo que ella. Se sintió segura al ver que en ese grupo caminaban también mujeres embarazadas y niños pequeños, en su lógica inocente creyó que eso sería suficiente para que no fueran agredidos, pues ¿quién se atrevería a lastimar a las preñadas y a los niños?
Después de la primera noche de caminata, cuando el cielo comenzó a clarear, el grupo decidió buscar un refugio donde pudieran descansar y alimentarse. Era importante detenerse en un sitio seguro mientras el sol estuviera en lo alto, así evitarían el acecho de “las perreras”, así llamaban varios de sus acompañantes a las camionetas de los agentes de migración mexicanos. Leslie durmió unas horas, tomó mucha agua, se descalzó los pies para masajearlos y evitar que le salieran ampollas. Ese truco se lo había enseñado su primo, que no era la primera vez que hacía ese trayecto. Una vez que el sol volvió a descender, el grupo se preparó para continuar con su viaje rumbo al primer albergue que se encontraba en su ruta, una casa de migrantes que estaba ubicada en un lugar llamado Tenosique.
Pasaron muy cerca de rancherías poco iluminadas, donde el ganado descansaba plácidamente. Leslie recordó por un momento, al mirar a un becerrito, la carita de su hijo al dormir mientras ella le acariciaba el cabello y eso hizo que recobrara las fuerzas para continuar con su camino. Todo parecía muy tranquilo, el grupo evitaba prender las linternas para no llamar la atención, al final no les hacían falta las luces pues caminaban en complicidad de una resplandeciente luna de octubre que desde el cielo parecía guiar sus pasos. Para evitar el sueño, Leslie decidió conversar con una catracha5 Catracho o catracha, adjetivo coloquial de Centroamérica para referirse a una persona perteneciente a Honduras., que tenía más o menos su edad y que había conocido en El Ceibo. La chica le contó que a ella la estaban esperando sus padres en California y que por eso habían contratado a un pollero que ya la esperaba en el albergue de Tenosique para iniciar el viaje. Que todo estaba arreglado y que no tenía por qué preocuparse. A Leslie le habría gustado tener la certeza de esa chica, o por lo menos el dinero de sus padres, ya que ella había tenido que vender lo poco que poseía en su casa para poder pagar al coyote que la pasaría por Reynosa. Y justo por eso viajaba en esa ruta, con la cual había tenido que hacer un trayecto más largo en Guatemala, para poder montar el lomo de la “Bestia”, el tren que la llevaría hasta Veracruz sin necesidad de pagar pasaje.
Cerca de las tres de la mañana, cuando es peligroso escuchar los gallos cantar o a los perros aullar, algo turbó los pasos de los caminantes. Un grupo de hombres con machete en mano los rodeó en un abrir y cerrar de ojos, antes de que cualquiera del grupo pudiera advertirlo. Y así, sin más, les ordenaron despojarse de todas sus propiedades de valor. Mochilas y celulares formaron de inmediato un montículo en el centro del grupo. Mientras uno de los asaltantes revisaba el botín, tres más esculcaban dentro de las chamarras, sudaderas y zapatos que con brusquedad les hicieron quitarse a los caminantes. Amenazantes con sus machetes, un círculo de delincuentes vigilaba para que nadie del grupo pudiera ni siquiera pensar en una ruta de escape.
Leslie recuerda que el miedo le corría por las venas, miraba a su alrededor y solo veía las caras de sus acompañantes deformadas por el terror y la impotencia. De pronto, dos de esos hombres se acercaron a la hondureña con la que ella platicaba tranquilamente minutos atrás, para jalonearla y llevársela detrás de una cerca de piedra que estaba a unos cuantos metros del lugar. Leslie bajó la cabeza intentando cubrir sus rasgos femeninos para evitar la agresión. Sin embargo, uno de esos tipos se dio cuenta de que también ella era mujer mientras pasaba a su lado, arrastrando a otra chica que gritaba con desesperación pidiendo ayuda. “¡Aquí hay otra pinche perra!” gritó el hombre al mirar a Leslie, ¡aquí hay otra! Así fue como dos manos toscas se aproximaron a ella, tirando violentamente de sus brazos para llevarla al mismo destino. “¡Ah, que la chingada! ¡Pensaste que te nos podías esconder, pinche putita! ¡No te hagas la difícil, si ya sabemos cómo son las de allá, pinche vieja pendeja!”, le decía mientras la empujaba en dirección de la cerca.
Su primo intentó defenderla, pero antes de que pudiera hacer algo fue acometido por patadas certeras que lo dejaron tirado en el piso sin poder levantar ni la mirada. Lo mismo ocurrió con los otros hombres del grupo que inútilmente hicieron esfuerzos por ayudarlas, uno de ellos incluso quedó gritando de dolor y sangrando profusamente después de que de un machetazo le volaran tres dedos de la mano izquierda. Los asaltantes eran muchos, conocían su ventaja numérica, que sumada a las armas punzo cortantes que llevaban consigo les permitía reírse burlonamente de los caminantes, que entre llantos ahogados escondían sus cabezas pegándolas contra la tierra, como si con eso pudieran impedir que los delincuentes olieran su miedo.
Tras la cerca, seis hombres se turnaban para manosear y penetrar a las cuatro chicas que, antes de que Leslie llegara, ya habían sido despojadas de sus ropas. Las penetraban con lo que encontraban, no sólo con sus miembros: palos, botellas, hasta el mango del machete de uno de ellos, mientras las muchachas lloraban y gritaban con desesperación. El tipo que arrastraba a Leslie la arrojó contra unos matorrales para, acto seguido, darle indicación a dos de sus compinches de que procedieran de la misma manera como lo habían hecho con las otras. Ella intentó defenderse, pero de nada le valieron sus esfuerzos, porque a cada intento suyo era sometida violentamente a pencazos6Pencazo: golpe violento. Regionalismo de El Salvador.. De repente, al romperle su camiseta, uno de esos salvajes gritó al resto con expresión de asco: “¡esta chingadera ya está usada!, ¡ahí trae la rajada, la cabrona!”, señalando la cicatriz que a Leslie le había quedado en el bajo vientre por traer a su hijo al mundo. A lo que otro fulano respondió con repudio: “¡pinches viejas, con razón vienen, si ya no sirven ni valen nada las chingaderas!”. “¡Seguro era puta en su país y anda buscando pito!”, resonó a lo lejos. “‘Pus por eso vienen, porque los pendejos de allá ya no les sirven, ¿verdad cabrona?”, interpeló uno de ellos a Leslie, como si esperara una respuesta afirmativa, mientras los demás reían a carcajadas y él marcaba sus botas en las costillas de ella. “Pero no te preocupes, mi reina, aquí te vamos a hacer el favor. Te vamos a enseñar lo que son los hombres de verdad, no esos culeros que tienen en sus pinches ranchos. Los mexicanos somos bien chingones para eso”.
Las atrocidades que ocurrieron esa noche fueron tantas que hasta Dios escondió el rostro de vergüenza, y si no lo hizo debería de hacerlo. Nadie escuchó nada en el poblado más cercano, y si escucharon prefirieron colocar más trancas a sus puertas mientras se cubrían las orejas. Los demonios escaparon con las manos llenas, después de quitarles a los caminantes hasta la dignidad. Horas después Leslie despertó al sentir que los rayos del sol le tocaban los senos desnudos y maltrechos. Recuerda que, al abrir los ojos, presenció la imagen más grotesca que ha visto en toda su vida. Miró a unos cuantos metros los cuerpos sin vida de las cuatro chicas que viajaban con ella. Cuerpos fríos, ensangrentados, maltratados. Uno de esos cuerpos todavía tenía el mango del machete ensartado; no lo pudieron sacar y la dejaron así, desangrándose. Leslie se perdió observando los rostros de esas mujeres, sus caras rígidas que capturaban nítidamente el dolor con el que seguramente habían agonizado.
No supo cuánto tiempo estuvo ahí, observándolas. Hasta que se dio cuenta que en el lugar no había nadie más, que los otros del grupo la habían dado por muerta junto a las otras chicas, ni siquiera su primo estaba. Como entre sueños escuchó una voz parecida a la de su madre, que le decía: “¡levántate!”, “¡vos podés levantarte! ¡No olvides tu promesa!”. Eso fue lo que la hizo reaccionar y reunir las pocas fuerzas que le quedaban para ponerse de pie. Cubrió su cuerpo con los despojos de ropas que encontró en el lugar. Temblando, cerró los ojos a cada una de las mujeres que yacían muertas a su alrededor, mientras su mente memorizaba las frías expresiones de los rostros que el tiempo borraría. Como tampoco pudo sacar el machete de la chica desangrada, lo único que hizo fue voltear el cuerpo de lado y cubrir la desnudez con una blusa rota. Ni siquiera una tumba les pudo dar. Había que continuar el camino antes de que los perpetradores vieran que ella estaba viva. No sea que fueran a volver y acabara como las otras.
Con dolor en todo el cuerpo, descalza, semidesnuda, sin agua y sin dirección, retomó sus cansados pasos…