¿Nacer sin suerte o nacer mujer?
Hoy la recuerdo como la mujer fuerte que siempre fue; he dejado atrás los rencores y los disgustos que pasamos. Quiero mantener en mi memoria sólo lo bueno. Voy a contarles la historia de Amalia, mi abuela.
Hoy la recuerdo como la mujer fuerte que siempre fue; he dejado atrás los rencores y los disgustos que pasamos. Quiero mantener en mi memoria sólo lo bueno. Voy a contarles la historia de Amalia, mi abuela. Ella nació en un pueblito cualquiera, de esos rurales que abundan en nuestro país. De esos pueblos donde la vegetación es abundante, lo mismo que la pobreza. Fue la cuarta hija de una familia extensa, con un padre campesino y una madre dedicada al hogar. Desde su nacimiento, Amalia se destacó por ser una mujer sin suerte, al menos eso repetía ella cada que su destino le daba un golpe en el rostro.
La primera cosa en la que Amalia tuvo mala suerte fue en ser de las hijas mujeres, la mayor. Tres hermanos nacieron antes que ella y siete más, después. Pero de los once hermanos, sólo eran tres mujeres y Amalia había sido la primera de ellas en llegar al mundo. Decir que fue mala fortuna podría parecer una exageración, pero no es así, no al menos en los pueblos como San Joaquín donde las mujeres vienen al mundo para ayudar con las labores domésticas del hogar y para callar. Desde los seis años de edad, Amalia tuvo que ponerse abusada en las actividades de su casa, ayudar a su mamá con todos los quehaceres y por supuesto, con la crianza de sus hermanitos.
Amalia tenía que acarrear agua, ir al molino, hacer tortillas y en sus ratos libres darles cariño a sus hermanitos, ya que su madre no tenía humor para hacerlo, no al menos cuando se encontraba preñada porque argumentaba sentirse mal, lo malo del asunto es que permanecía embarazada la mayor parte del tiempo. Amalia muchos años después mencionaría que no recordaba a su mamá de otra forma más que panzona, esperando a parir. Su madre era una mujer “práctica”, decía Amalia, por las noches amarraba un estambre al pie de una de sus hijas, por lo general al ser la mayor era al pie de Amalia, para que por las mañanas no tuviera que moverse de su catre e ir a despertarlas. De esa manera sólo jalaba el hilo y ellas ya sabían que debían levantarse para ir al molino.

La segunda cosa que justificaba que Amalia dijera que nació sin suerte, fue el hecho de que se parecía a su abuela paterna. Su madre aborrecía a su suegra y por eso cuando vio que su hija era idéntica a ella, le pareció una mala jugada del destino. Ese parecido y el odio que existía entre ellas fue el causante de que su madre la golpeara constantemente, como si con eso pudiera desquitarse de todas las humillaciones que había tenido que pasar por culpa de su suegra. Amalia contaba que una ocasión, mientras se encontraba barriendo el patio, llegó su madre furiosa de la casa de su suegra, lo más seguro es que habían discutido. Amalia ya sabía que no debía ni de mirarla en momentos como ese; sin embargo, necesitaba dinero para comprar unos chiles y con eso poder terminar de preparar la comida. Armándose de valor, se acercó a su madre y de forma amable le pidió dinero. Su madre la fulminó con la mirada y le aventó el dinero en los pies. Amalia cansada de los malos tratos, le dijo a su madre que no tenía por qué aventarle el dinero, esto hizo que su madre se enfureciera y mientras Amalia se agachaba a recoger las monedas sintió un dolor intenso en la cabeza y no supo más por tres días. El dolor intenso fue a causa del porrazo que su madre le dio con un cucharón de madera, por su insolencia de responderle.
Amalia creció en un hogar donde tenía miles de obligaciones y nulos derechos. Las mujeres de la casa eran las últimas en comer, vestirse y no podían enfermarse. Para los hombres estaban destinadas las mejores raciones de comida, la ropa limpia, el hogar cálido y el derecho a hablar. Amalia y sus hermanas no eran otra cosa más que las sirvientas que calladas debían de cumplir con sus tareas. Así pasó su infancia, sus primeros años de vida. Cuando Amalia cumplió catorce años tuvo que dejar de hacer todas las actividades, antes encomendadas por su madre, que representaran el salir de su casa. Su padre le dijo que a partir de ese momento no podía poner un pie fuera de su hogar sin que uno de sus hermanos la acompañara, esto para evitar que se fuera a convertir en una más de las prostitutas y mujeres de dudosa moral que permitían que hombres ajenos a su familia caminaran con ellas por las calles. Amalia no entendía cuál era el problema, sin embargo, como buena hija de familia acató la orden sin protestar.
Por un momento de su vida pensó que las cosas podrían cambiar un poco. Había un vecino, un mozo atractivo que llevaba meses siguiéndola cuando ella salía de la iglesia, que parecía estar interesado en ella. Una tarde lluviosa este mozo se presentó en su casa para hablar con el padre de Amalia, reunión en la que, por supuesto como era costumbre, ella no estaba invitada. Después de varios minutos el joven salió apresuradamente de la casa mientras se escuchaban los gritos e insultos del padre de Amalia. Tiempo después, su madre le contaría que fue a pedir permiso para cortejarla, pero que su padre se había negado rotundamente. Nadie le preguntó a Amalia lo que pensaba, a nadie le pareció importante escucharla.
Entonces Amalia creyó que era momento de aceptar su destino, estaría en su hogar eternamente ayudando a su madre y atendiendo a su familia. Después de todo, tal vez no era tan malo, en todas las familias del pueblo había mujeres que permanecían al cuidado de sus padres cuando sus hermanos varones se casaban y hacían su vida. Lo que no había pensado es que su padre terminaría comprometiéndola con un hombre en matrimonio, una unión que ya había sido pactada por él desde que Amalia llegó al mundo.
El matrimonio de Amalia fue otra de las cosas que le reiteró que ella seguramente había nacido sin suerte. Se casó o, mejor dicho, la casaron con un hombre veinte años mayor que ella, cuando Amalia sólo tenía dieciséis. Un buen día llegaron las hermanas de este hombre, de nombre Rogelio, a llevarle el vestido y todas las indicaciones previas para sus nupcias. Hablaron con la madre de Amalia, porque ella era la que debía estar de acuerdo con los detalles de la boda, mientras Amalia escuchaba en silencio y asentía con la cabeza de vez en cuando. La boda fue como todas las del pueblo, con muchos invitados, con la iglesia repleta de flores y con una comida que entre todas las mujeres de ambas familias tuvieron que preparar. Y si he mencionado que ésta fue una más de las cosas que Amalia consideró de mala suerte, fue porque en su noche de bodas se dio cuenta que su vida sí podía ser peor.
Cuando todos los invitados se retiraron, los recién casados se quedaron a solas en el que ahora sería su nuevo hogar. Amalia, inexperta en cualquier tipo de contacto con hombres que no fueran de su familia, no tenía idea de cómo tenía que actuar. Sin embargo, pensó que tal vez sería adecuado dar una buena impresión a su marido, por lo que decidió tomar un poco de iniciativa al momento de intimar con él, así tal vez él podría saber que tendría una esposa cariñosa y podría valorar las muestras de afecto. Pero tan sólo unos minutos después se daría cuenta que eso había sido un grave error. Su marido no gustaba de afecto, es más, le parecía despreciable y poco honorable por parte de Amalia. Cuando Amalia intentó besarlo, él la alejó bruscamente, insultándola. “Ramera” fue la principal ofensa que en plena noche de bodas recibió Amalia, porque según su marido esas cosas que ella había intentado hacer únicamente las hacían las prostitutas. Después de golpearla, para “educarla” como según él tenía que hacer, la aventó sobre la cama, le abrió las piernas y la penetro sin importar sus gritos. Una vez que terminó con su acto de horror, la hizo que se durmiera en el suelo para que él pudiera descansar adecuadamente.
A partir de ese momento, Amalia recordaría todas las noches en las que ella permaneció acostada a los pies de la cama, respirando su propia sangre y aguantando el dolor que le producía la región más íntima de su cuerpo. Así llegaron sus hijos, entre dolores y más sangre. Así, pasaron los años en los cuales ella tuvo que aprender que, en efecto, el silencio era su más grande protector, para evitar las golpizas. Pensar que Amalia era una mala madre por no sentir felicidad al momento de que sus hijos llegaban al mundo es un juicio completamente equivocado. Ella los amaba, los amó desde el primer momento en que los vio; sin embargo, no podía dejar de lado que para que cada uno de ellos existiera, ella tuvo que soportar más dolor del que su propio cuerpo parecía aguantar. Cuando Amalia cumplió treinta años ya era madre de seis hijos, todos ellos habían nacido del odio, del dolor y del coraje que sin saber cuál había sido el origen, sentía su marido por ella.
A pesar de que ella cumplía con sus obligaciones y tenía la familia que todo hombre responsable y viril debía tener, su esposo no parecía satisfecho y mucho menos agradecido. Cada que Rogelio bebía, significaba para Amalia una golpiza nueva, esto casi parecía un ritual macabro entre ellos. Amalia aprendió a tolerar el dolor, a proteger y esconder a sus hijos para evitar que también ellos fueran agredidos. Hasta el día que por nueva mala suerte, su marido falleció inexplicablemente.
La mala suerte acompañaba a Amalia todo el tiempo. Y decir que fue mala suerte que su esposo muriera no es porque ella considerara que en verdad se trataba de una gran persona. Es más, Amalia admitiría años después que cuando Rogelio murió ella sintió por primera vez que podía respirar, sintió un alivio que le dio miedo porque era algo que no se esperaba de las viudas. Sin embargo, una vez que él murió Amalia tuvo que regresar a casa de sus padres, pero esta vez rodeada de sus hijos pequeños. Tuvo que abandonar la casa donde viviera con su marido porque la familia de Rogelio la corrió sin darle tiempo ni siquiera de sacar sus cosas. Según ellos porque ya que Rogelio estaba muerto, sus propiedades le pertenecían a su familia y no a sus hijos que probablemente ni de él eran.
El pueblo se llenó de rumores sobre Amalia y su dudosa procedencia, chismes creados y llevados por la familia de Rogelio. Los padres de Amalia no supieron cómo reaccionar, pues si se ponía en duda el comportamiento y la honorabilidad de su hija ¿cómo podían intervenir sin ser avergonzados? El último lugar en donde ella podía estar era de vuelta con su familia, aunque ellos la detestaban por la forma en que supuestamente ella había manchado su apellido. Amalia no tuvo alternativas, pues, aunque no quisiera volver ahí, se había quedado sin nada, rodeada de gente que la juzgaba sin que ella pudiera hacer algo para evitarlo.
Así fue como regresó a su primer hogar, donde ahora con ayuda de sus pequeñas hijas e hijos tenía que atender a sus padres, dos ancianos que se habían quedado solos pues el resto de sus hijos ya tenían sus propias familias. Amalia cuidó y ayudó a su padre hasta que falleció. Y permaneció a lado de su madre a pesar de sus insultos, de su mal carácter y de sus constantes agresiones, incluso después de que sus propios hijos salieron de ahí para hacer su vida.
Muchas veces le pregunté a Amalia cuáles habían sido los motivos para continuar de esa manera; y muchas veces ella me respondió que no había tenido alternativas, eso le había ocurrido por nacer sin suerte. Hoy Amalia llora cada que recuerda su historia, por eso no le gusta contarla. Hoy Amalia no entiende por qué hay mujeres que no abrazan su destino ni lo aceptan, no entiende por qué hay mujeres que prefieren vivir bajo las habladurías de todos los que las rodean en lugar de ser buenas madres y esposas. El día que mi madre le contó sobre mi divorcio, Amalia se puso furiosa: ¿cómo es posible que su propia nieta fuera de esas mujeres que van en contra de lo que Dios les ha destinado? ¿Cómo es posible que yo no hubiese aprendido nada de las mujeres de mi familia, que siempre han vivido en santo matrimonio?
Mi respuesta para Amalia es que, gracias a ella, a su historia y a todas las vivencias de mis antepasadas, ahora sé que no se trata de mala suerte. Nunca se ha tratado de nacer sin suerte, siempre ha sido por nacer mujeres. Esa vida de terror que ella padeció ha sido la vida de millones de mujeres en la historia, una vida llena de violencia, de dolor. Una vida que hoy afortunadamente podemos cuestionarla, podemos rechazarla. Si escribo la historia de Amalia, de mi abuela, no es para juzgarla; es para compartirla con muchas otras que seguramente tienen los mismos relatos en sus entornos familiares.
Hoy escribo la historia de Amalia porque es importante que todas sepamos lo que ocurría antes, lo que les ocurre incluso ahora a otras mujeres. Hoy la escribo para honrar su memoria, para que no se olvide que el pasado ha sido agresivo con nosotras, para que no se olvide que muchas y muchos de los que vivimos ahora somos producto de esa violencia, de esos maltratos. Hoy su historia me hace fuerte, porque me muestra mi origen y el sitio al que ninguna más debería volver. Amalia es como muchas otras de las abuelas que nos han antecedido, su historia es la historia misma de nuestro género oprimido. Y aunque ella no lo sepa, su vida ha marcado las generaciones de todas las mujeres que hoy decimos basta. Porque en algún momento del camino algo nos hizo darnos cuenta que no nacimos sin suerte, nacimos mujeres en un mundo construido por hombres y para hombres.
Sé que no puedo juzgar lo que piensa porque eso sería hacerlo desde el privilegio, desde el privilegio de la educación, desde el privilegio de las mejores condiciones de vida; pero lo que sí puedo hacer como feminista es hacer las cosas de manera diferente, si son buenas o malas mis decisiones sólo el tiempo lo dirá, pero al menos sé que no puedo continuar con ese ciclo de violencia del que muchas de nuestras abuelas y madres no se pudieron despojar. Hoy reescribimos la historia sin olvidar a todas las Amalias que hubo y hay en los cuatro puntos cardinales, porque ellas representan el motivo de nuestra lucha. Nuestras abuelas nos recuerdan lo que no podemos permitir, lo que no debemos tolerar y lo que queremos cambiar.