Mujeres juntas, ni difuntas.
A las mujeres nos han repetido hasta el cansancio una sentencia que parece mágica y reza: “la peor enemiga de una mujer, es otra mujer”. Esta idea ha permeado tanto en nuestra mentalidad que sin ser plenamente conscientes de ella la trasladamos constantemente a la forma en que nos relacionamos entre nosotras. Los ejemplos de…
A las mujeres nos han repetido hasta el cansancio una sentencia que parece mágica y reza: “la peor enemiga de una mujer, es otra mujer”. Esta idea ha permeado tanto en nuestra mentalidad que sin ser plenamente conscientes de ella la trasladamos constantemente a la forma en que nos relacionamos entre nosotras. Los ejemplos de vínculos entre mujeres que no se toleran y no pueden mantener una relación adecuada son demasiados en nuestra sociedad. Los vemos en los conflictos entre madres e hijas, entre hermanas, entre suegras y nueras, entre esposas y amantes, entre colegas de trabajo, entre novias y exnovias, entre amigas; ¡vaya!, incluso en la forma en que interactuamos con mujeres desconocidas.
Esto no es sorpresivo. Pareciera que el sistema patriarcal en el que vivimos ha encontrado una excelente manera para mantener a las mujeres en conflicto constante, rivalizando unas con las otras y en permanente disgregación con nuestro propio sexo. ¡Por supuesto que le ha salido el truco! Pues si lo analizamos un poco, podemos entender que detrás de esa idea se encuentra el objetivo de separarnos, de impedir la unión entre nosotras; y con ello evitar que sea posible la creación de un pacto femenino que podría desencadenar nuestra organización. En este sentido, es importante destacar qué pasa cuando un grupo de personas se organizan. Bueno… pues encuentran metas comunes, luchas similares y hasta se puede desatar una revolución. ¿Cómo evitar que eso ocurra? La respuesta es muy simple: “Divide y vencerás”.
Conflicto madre – hija
En mi experiencia personal, aunque sé que no es así en todos los casos, no he conocido a una sola mujer que no tenga algún tipo de problema con su madre. Los motivos y gravedad de dichos conflictos son imposibles de enumerar ya que, por supuesto, responden a la propia relación que puede existir entre una madre y una hija, así como de su contexto y de las decisiones que han tenido que tomar en el transcurso de su vida. Sin embargo, hay varios tópicos ríspidos parecidos que pueden ayudarnos a realizar un breve análisis. Uno de los elementos que más causan disputas entre las madres y las hijas es el del “poder”. Pareciera que existe una constante pelea por ver quién de ellas tiene el “poder” de decisión.
Hay una gran cantidad de mujeres que ven en la maternidad la cúspide de su realización personal. Esto no es responsabilidad únicamente de ellas, así es como las ha educado el sistema patriarcal que las empuja a vivir para otras personas y no para sí mismas. Esta realidad que le ha tocado vivir a muchas mujeres las lleva a trasladar sus logros personales a sus hijos; y en lo que respecta a las hijas, resulta que en varias ocasiones proyectan en ellas los triunfos y los fracasos que han definido su existir. No es raro escuchar en nuestro entorno hablar de madres que son sumamente exigentes con sus hijas (más que con los varones), mamás que de forma brusca intentan dirigir la vida de sus pequeñas como si fuesen ellas las protagonistas de la historia, madres crueles que resaltan los defectos de sus hijas constantemente, casi como si se tratase de su deporte favorito o incluso aquellas que intentan de manera extenuante que sus hijas no “fracasen” de la misma manera que ellas lo hicieron. Por todos los medios disponibles a su alcance, estos diferentes tipos de madres intentan controlar las decisiones de sus hijas y la mayoría de las ocasiones lo hacen por medio de la ostentación de “poder”. El “poder” ㅡentendido aquí en el sentido foucaultiano del términoㅡ que les da la maternidad, el “poder” que les da el haber parido a sus hijas, que es una especie de jerarquía no finita que utilizan para “construir” en sus hijas aquello que ellas quisieron y no pudieron realizar para ellas mismas. Sus hijas se convierten, de esta manera, en el medio para darle sentido a su vida, para justificar sus fallas o para redimirse socialmente.

Por otro lado, tampoco es poco frecuente escuchar a hijas juzgando las decisiones de sus madres, su comportamiento o su forma de crianza. Las hijas también son excelentes a la hora de identificar los errores que sus mamás han cometido, ya que muchas veces les ha tocado vivir con las consecuencias de esos actos. Mujeres que sin importar la edad que tengan toman como base los comentarios de sus madres, ya sea para repetir sus patrones o para rechazarlos enérgicamente. Mujeres que necesitan del reconocimiento o aceptación materna para estar bien con sus propias decisiones. He visto a mujeres adultas llorar como si fueran pequeñas niñas al recordar lo que sus madres les hicieron, lo que les dijeron y la forma en cómo las han marcado de por vida. Y de esa manera entran en el juego de la disputa del “poder”, buscando entre todos sus recursos la forma de independizarse de las creencias maternas, de minimizar la influencia que sus madres puedan tener en sus decisiones y de controlar sus propias vidas acorde a su visión del mundo.
Así es como muchas mujeres viven en un eterno conflicto con sus madres o con sus hijas. Esta situación, cabe resaltar, termina siendo sumamente agotadora para ambas partes, sobre todo por la enorme carga emocional que lleva consigo el hecho de tener pugnas constantes con aquella persona de quien hasta la biología señala que se trata del vínculo personal más potente.
Conflicto suegra – nuera
Una de las relaciones más “manoseadas” socialmente es la que existe entre una suegra y una nuera. Y es que por todos lados habrás escuchado comentarios sobre las suegras metiches o las pésimas nueras. Pareciera que la mayoría de las mujeres tienen una historia que contar acerca de este tipo de relación, ya sea por sus propias experiencias o por aquellas que indirectamente les ha tocado presenciar. Pues bien, resulta que en gran cantidad de casos el génesis del conflicto se encuentra asociado al “control” y la necesidad de “reconocimiento”.
Nuestra sociedad nos ha enseñado que las madres tienen el control de los hijos, así es como deben de maternarlos para crear seres humanos de bien. Ejercen el control que les da la maternidad como mejor consideran durante todo el tiempo que los hijos se los permiten. Es así como pasan los años, controlando a personas (para bien o para mal) y en varios casos es la única forma en la que pueden ejercer su poder, sobre todo si pasan sus años dedicadas exclusivamente a las actividades sociales privadas, es decir, al hogar y al cuidado de los hijos.
Además, en la sociedad en la que vivimos hemos aprendido que la separación de los hijos, por lo general, se da cuando éstos se independizan de su familia para la creación de otra. Por lo que, en la mayoría de los casos, el rompimiento del control maternal sobre los hijos varones se produce por la aparición de otra mujer. Esto no aplica por supuesto para aquellos que se independizan para disfrutar su soltería, de aquellos que no ven en la formación de una familia un objetivo de vida o en personas no heteronormadas. Sin embargo, en todos aquellos casos en los que es una mujer la que “incita” a la separación del núcleo familiar, puede presentarse una especie de fricción entre mujeres, entre aquella que suponía ostentar el poder y el control y aquella que de alguna manera ha llegado a arrebatárselo.
Lo anterior por supuesto que es parte de las construcciones machistas de nuestra cultura, son ideas misóginas y estereotipadas sobre las mujeres que maternan y las mujeres que comienzan una relación interpersonal. Pero lamentablemente son ideas muy frecuentes y constantemente reproducidas. Socialmente se cree que aquellas mujeres que se unen por medio de un vínculo matrimonial necesitan de cierto grado de “control” sobre sus maridos, “control” que le quitan a las madres que por años lo mantuvieron en “beneficio” de sus hijos. Y de esta disputa por el “control”, por el “poder”, supuestamente nacen las rencillas eternas entre las suegras y las nueras.
Mis queridas lectoras y lectores, ustedes no me dejarán mentir cuando escribo que es muy común escuchar comentarios sobre las suegras que quieren que sus hijos estén constantemente a su lado, que manipulan a sus hijos para que las “prefieran” sobre sus esposas, que hacen comentarios misóginos a sus nueras o intentan ponerlas en evidencia lo más posible por sus fallas ante sus hijos. Suegras que se esfuerzan por ser parte de la relación que existe entre sus hijos y sus esposas o suegras que por ningún motivo aceptan que sus hijos hayan decidido comenzar con su propio núcleo familiar con otra mujer (ya sea juzgando, suponiendo o creando escenarios catastróficos donde su criatura se convierte en una pobre víctima). Mujeres que piden o exigen el reconocimiento por los años de crianza y sacrificios otorgados a sus hijos, como si éstos tuviesen una eterna deuda con ellas por haberlos parido.
De igual manera, habrán escuchado a una gran cantidad de nueras quejarse de lo insoportable que es su suegra, de la forma en que intenta mantener su “vigencia” en la toma de decisiones de su hijo, mujeres que expresan hartazgo por las agresiones o malos tratos por parte de la madre de su esposo o incluso nueras que reprochan la puesta en duda de la paternidad de sus hijos por parte de la mamá de su cónyuge. En el caso de ambas, de suegra y nuera, la disputa se puede centrar en el “poder”, en el “control” o en el “reconocimiento”, como si el hombre en disputa se tratase del juguete favorito de las dos. Y esa disputa se puede tornar tan egoísta a punto tal en que finalmente puede dejar de interesarles lo que ocurra con el sujeto en discordia, se vuelve más importante el hecho de ganar la contienda. Se puede volver una riña permanente que será el fin de la tranquilidad y estabilidad emocional de las dos guerreras en combate.
Esposa – amante y novia – exnovia
La monogamia que impera en el sistema heteropatriarcal es un constructo social que nos dice que de entrada, en la relación entre un hombre y una mujer debe de existir un pacto de exclusividad. Siendo sinceras, en nuestra sociedad los límites de dicha exclusividad son un tanto difusos para los hombres, ya que somos bastante permisivas con ellos, a diferencia de lo que se exige a las mujeres. A nosotras nos han enseñado que una vez que tenemos una pareja (independientemente del título formal, contractual o factual) debemos de reservarnos enteramente a ellos o de lo contrario seremos duramente juzgadas como putas. Y es tanta la injerencia de esta práctica social en nosotras que intentamos mantenernos puras antes del matrimonio, fieles a toda costa durante una relación, e incluso llevar esa fidelidad aún cuando la relación finalice.
Sin embargo, ¿qué pasa cuando aparece otra mujer que nos “despoja” de la certidumbre de la exclusividad? Pues ocurre que nos sentimos ultrajadas, desvalorizadas a tal grado que podemos llegar a dudar de nuestra propia autoestima. Todas y todos hemos conocido a alguna mujer cuyo novio o marido le ha sido infiel con otra. Y conocemos las repercusiones negativas que puede tener este hecho en la mujer que se siente engañada, el daño emocional que puede significar la falta de “lealtad” por parte de su pareja y la frustración que puede repercutir en su estabilidad. Si tomamos en consideración las consecuencias que puede tener para una esposa o una novia estos hechos, es posible comprender la cantidad de odio que puede emitir en contra de aquella tercera persona involucrada en la relación.
En el caso de aquellas mujeres reconocidas socialmente como “amantes” (término moralmente despectivo), son ellas las que interfieren en la “exclusividad” de la primera mujer. Ya sea a propósito o no, desempeñan un papel desestabilizador en una relación que supuestamente debería de ser de determinada manera. Burlan las normas sociales que se han establecido, pero no lo hacen solas, porque es importante resaltar que lo hacen de manera consensuada con aquel que tendría que respetar su relación formalmente establecida. Sin embargo, la mayoría de las veces cargan con el rechazo y enojo social, como si ellas fuesen las únicas responsables. Esto no es sorprendente, nuevamente debemos señalar que nuestra sociedad es bastante permisiva con los hombres que rompen el pacto de exclusividad con sus parejas, no así con las mujeres que lo hacen. Este tipo de vínculos entre mujeres son, por decirlo amablemente, poco empáticos entre nosotras. Ya sea que te toque ser la mujer inmersa en la relación “formal” (por llamar de algún modo a la relación pública socialmente) o que seas la mujer “no formal”; la disputa que se genera termina convirtiéndose en un desgaste emocional innecesario para ambas mujeres. ¡Como si no existieran más hombres en el mundo!
Y finalmente, en lo que concierne a las exes (ex esposas, ex novias, ex amantes, etc.), resulta que pese a no ser la manzana de la discordia dentro de una relación “formal”, al momento en que dicha relación se está desarrollando pueden ser receptoras de una carga negativa enorme. Todo esto únicamente por el hecho de haber sostenido una relación amorosa previamente con la pareja sentimental de otra. Esta carga negativa puede provenir de la propia mujer que, en medio de sus inseguridades, traslada la responsabilidad de su actual relación a la mujer que la precedió. También ocurre que las exes son receptoras de culpas y justificaciones por parte del hombre con el que tuvieron una relación o hasta de sus familias. En muchas ocasiones hemos escuchado expresiones como: “mi ex esposa estaba loca”, “yo no he hecho nada, mi ex novia es la que no deja de buscarme”, “me tiene harta la ex novia de mi pareja, es una buscona” o “la ex novia de mi hijo sí era una chica decente”. Todas estas frases cargadas del más puro machismo presente en nuestra sociedad son dichos con los cuales se busca señalar, responsabilizar o desestabilizar una relación tomando como pretexto la existencia de otras mujeres. Mujeres que por el hecho de haber sostenido un vínculo afectivo con un hombre se convierten en el blanco fácil de agresiones por parte de las inseguridades que puede presentar la mujer que ostenta el título formal de una pareja. La sociedad nos ha enseñado a responsabilizar a otras mujeres de los errores o malos comportamientos de nuestras parejas, incluso de sus carencias emocionales. Todas hemos sido o seremos las exes malvadas que se interponen en la supuesta felicidad de otros. Así es el patriarcado, que sigue pregonando hasta el día de hoy que si alguien debe de ser juzgado, lo mejor es que sea una mujer.
De chile, mole y pozole
Los conflictos que pueden existir entre hermanas, entre amigas o entre mujeres conocidas, por lo general se encuentran asociadas a una comunicación distorsionada, a la reproducción de prejuicios, a la intervención de terceras personas, a la falta de control emocional o a competencias entre nosotras. ¡Así es! Ninguna feminista ha señalado que las mujeres somos buenas por naturaleza o unas santas; por supuesto que tenemos problemáticas emocionales, psicológicas y aunque nos duela, tenemos muy interiorizado el machismo.
Cuando me refiero a que podemos tener conflictos con otras mujeres por una comunicación deficiente o distorsionada, me refiero a que algunas de las peleas que sostenemos pueden ser producto de nuestras propias incapacidades para el diálogo. Aquí entran como ejemplo las clásicas peleas entre mejores amigas que de un momento a otro dejan de hablarse y que, sin saberlo, su problema de fondo pudo haber sido el no decirse algunas cosas que al acumularse producen emociones negativas entre ellas.
Respecto a los prejuicios, las mujeres cargamos con ellos a veces de manera inconsciente. Prejuzgamos a otras mujeres por su forma de vestir, por su forma de comportarse, por su forma de pensar o por lo que dicen, algunas veces sin detenernos a analizar qué es lo que nos molesta verdaderamente de esa mujer. Reproducimos nuestro machismo, estereotipos de cómo debería de ser una mujer ajena a nosotras y de esa manera somos violentas con nuestro propio sexo. El utilizar insultos como zorra, puta, golfa, gorda, etc., no es más que el reflejo de los elementos que nos falta por deconstruir. Y esos elementos indiscutiblemente nos llevan a comenzar conflictos con otras mujeres que consideramos de alguna manera “inferiores” o con comportamientos “equivocados” desde nuestro criterio. Esto lo reproducimos entre amistades, con compañeras de escuela o trabajo, con familiares, hermanas o con cualquier otra mujer que no entre en nuestro canon de “mujer ideal”.
Para finalizar, vemos cómo la sociedad nos enseña a vivir en una eterna competencia entre mujeres. Puede ser una competencia por la atención de los padres o de la familia, por la relación con los hombres, por la superioridad en algún aspecto de nuestra vida, por el reconocimiento, por los logros personales, por la ostentación o adquisición de poder, por nuestro aspecto físico y por muchas otras causas que se traducen en choques entre nosotras. Esa necesidad de competir y de superar a otras es un cáncer que interfiere con la sororidad, con la sana convivencia y con la posibilidad de empatizar entre nuestro sexo.
Muchas de nosotras, de forma consciente o inconsciente, continuamos jugando a “ser la mejor mamá”, “la mejor cocinera”, “la mejor en algo”, tal y como lo hacíamos en la infancia cuando nos imponían jugar con muñecas y trastes de juguete. Lo aprendimos y lo reproducimos sin medir las consecuencias que puede tener nuestro comportamiento en la vida de otras personas, de otras mujeres. Vamos por el mundo agrediendo a otras con el machismo que hemos interiorizado y retomamos el rol social que nos han impuesto, cuando nos conviene al relacionarnos de forma agresiva entre nosotras.
¿Qué podemos hacer?
Acabar con estas prácticas no es una tarea sencilla, hace falta mucha conciencia de género, deconstrucción y empatía para desarrollar relaciones sanas con otras mujeres. Sin embargo, no es algo imposible. El primer paso para intentar erradicar los comportamientos misóginos entre mujeres es preguntarnos: ¿por qué tengo ese tipo de relación con esa mujer? ¿Por qué mis emociones son negativas con ella? ¿Por qué me molesta su comportamiento o su forma de ser? ¿Cuál puede ser la causa del conflicto entre nosotras? ¿Por qué actúa de esa manera conmigo? Y muchas otras cuestiones más que deberíamos de analizar.
Si al responder alguna de esas preguntas encontramos algún esbozo de machismo en nuestra respuesta, entonces ahí tenemos la oportunidad de cambio. Si el cambio o parte de él depende de nosotras mismas, entonces podemos hacer algo al respecto. El mundo tiene enormes deudas con las mujeres, una de ellas es la falta de empatía hacía nuestros derechos y necesidades. La forma en que nosotras podemos dar una “bofetada con guante blanco” al patriarcado es tratando de empatizar con nuestras congéneres, intentar entender su forma de pensar de acuerdo a su contexto y su crianza, no generando daño a otras (así como no nos gusta que nos lo causen a nosotras). Y en última instancia, si no es posible reparar la relación que podamos tener con otra mujer, entonces tomar distancia también puede ser la solución.
No agredir, ni insultar, no violentar, no maltratar, no dañar, no faltar al respeto, no juzgar, no estereotipar y establecer límites con otras mujeres puede ser una gran batalla en contra de la misoginia. ¿Para qué pelear con otras mujeres cuando podemos dirigir nuestras fuerzas contra el patriarcado? ¿Qué sentido tiene agredir a otras mujeres si en lugar de eso podemos unir fuerzas? ¿Por qué luchar contra otras para obtener validación o reconocimiento de los hombres? Creo sinceramente que sería mucho mejor enfocar nuestros esfuerzos en guerras más significativas o, como dice un refrán popular, “elegir mejor nuestras batallas”.