“Mujer que sabe latín, ni tiene marido ni tiene buen fin.”
Mujer que sabe latín es un libro de la escritora Rosario Castellanos. El capítulo que se analiza aborda los estereotipos que nos impone el patriarcado, que van desde la forma de nuestro cuerpo hasta el color de nuestras uñas.
No hacía mucho que ocurrió en México el halconazo del 10 de junio; eran los años del régimen de Luis Echeverría, tiempos de priismo puro y recalcitrante. En este contexto, en el año de 1973, la escritora mexicana más importante del siglo XX, Rosario Castellanos, nos regalaría una serie de ensayos que bautizó con el nombre de Mujer que sabe latín, en referencia al clásico refrán mexicano que titula este artículo, y que por supuesto conlleva una enorme carga de machismo y misoginia.
En este artículo deseo hacer una reflexión del capítulo “La mujer y su imagen”, que a casi 50 años de su publicación, tiene una vigencia indiscutible. No sólo por la magistral pluma de la maestra Castellanos, sino muy a mi pesar, por las aberraciones que nos dictan los estereotipos y estándares sociales.
Este capítulo comienza con una reflexión sobre la imagen pura e inmaculada que se ha impuesto a las mujeres. Imposición patriarcal con el fin de mitigar, esconder o tapar la impureza por la que “estamos marcadas”. Dice Castellanos:
El creador y espectador del mito ya no ve en la mujer a alguien de carne y hueso, con ciertas características biológicas, fisiológicas y psicológicas; menos aún perciben en ella las cualidades de una persona que se les asemeja en dignidad aunque se diferencia en conducta, sino que advierte sólo la encarnación de algún principio, generalmente maléfico, fundamentalmente antagónico.
De ahí que debamos agradecer que por medio del mito podemos lavar nuestras impurezas. Pariendo a nuestros hijos con dolor, por ejemplo, borramos el pecado del gozo de nuestro cuerpo. Y es que todo nuestro cuerpo es templo de los ojos de los hombres, desde la punta de los pies hasta el remordimiento de nuestros placeres. Entiéndase, por supuesto, la ironía de estas líneas.
Finalmente, son ellos los que se complacen con las siluetas bien definidas; con las caderas jugosas que los provocan a la infidelidad; con los senos que no pueden parar de mirar; con las nalgas bien redonditas que son motivo de jadeo en las aceras; y claro, no tener esas cualidades genera a nosotras, las mujeres, un rechazo y marginación en un mundo hetero-patriarcal. Al respecto, puntualiza Catellanos:
No olvidemos, entonces, que la belleza es un ideal que compone y que impone el hombre y que, por extraña coincidencia, corresponde a una serie de requisitos que, al satisfacerse, convierten a la mujer que los encarna en una invá-lida, si es que no queremos exagerar declarando, de un modo mucho más aproximado a la verdad, que en una cosa.
Y es cierto, los ideales normativos de belleza nos hacen hoy en día pensar que un cuerpo obeso, contrario a los estándares de los que habla Castellanos, es un cuerpo feo. Debido a este tipo de cuerpo abyecto, se nos condena a mantenernos en continuas dietas y rechazar los placeres culinarios de la cocina mexicana. Lo que, sin embargo, contrasta con el consumo alimenticio de muchos varones que, con sobrepeso evidente, nunca han sido cuestionados por su forma de comer o de vestir.
Esta lectura en pleno siglo XXI, es menos escandalosa que en los años setenta, porque hay mayor apertura y aceptación social. No obstante, el machismo sigue vigente, y nos ha obligado a creer que, si no usamos tacones de once centímetros que hagan lucir nuestro trasero, no estamos dentro del abanico de posibilidades para ser una mujer deseable.
Mujer que sabe latín es un libro que, aún hoy, en el s. XXI, es trascendental por la ferocidad con la que devora los lineamientos de perfección que vociferan los machos; por la sutileza con la que nos incita a no contribuir a someternos a la pureza que buscan los hombres “castos”; y por la claridad con la que nos explica cómo es que todos los dispositivos de belleza —uñas, tacones, dietas, fajas, maquillaje, etc.— han mermado cosas tan simples y básicas como el desplazamiento físico. A partir de esta obra se vislumbra un despertar colectivo y femenino, una revolución imparable, justo como la que hoy en día se está dando.
Es muy claro que gracias a la lucha que emprendieron mujeres como Castellanos, cada vez somos más las no alineadas, las que no juzgamos a las que gustan por lo “tradicionalmente femenino”. Pero si nos atrevemos a cuestionar las razones de que esas ideas estén instaladas en nuestra cabeza, es porque, parafraseando a la hija adoptiva de Comitán, nos cansamos de ser elevadas a los altares de las deidades. Comienza con este capítulo una reflexión que nos llevará a replantearnos el papel de las mujeres, y de los hombres, pero eso lo dejaremos para nuestra próxima entrega.
