Mientras haya primaveras….
Crónica de una adolescente retraída, tímida y sumamente inteligente, que encontró en los libros el amor por la vida.
El ocaso se disputa mis ojos con las hojas amarillas que a los pies crujen bajo los zapatos. El viento hace revolotear mis rizos y ante tanto verde no puedo evitar llenarme los pulmones de fe. Inhalo, camino y evoco el recuerdo de todos los momentos a solas. La historia de mi vida es de esas películas en las que el director se toma un tiempo para dejar al protagonista en silencio ensimismado con todo lo que le circunda, preocupado sólo por respirar.
A los 8 años tenía un escondite: un pequeño paraíso bajo un ciruelo. Tendía una manta sobre la hierba y con dos o tres libros pasaba las horas. Creo que de ahí me viene la costumbre de marcar las páginas con flores. A veces trepaba hasta una rama para seguir el recorrido de las hormigas o me arrastraba entre las plantas para perseguir el nacimiento de un murmullo de agua que picaba mi curiosidad. Y aunque les parezca esta imagen salida de una novela romántica, es tan real como que la lees.
En pleno 2007, en un campo perdido en algún lugar de Cuba, una niña lee bajo un ciruelo, cuando lo más común sería encontrarla robando mangos o bañándose en los aguaceros. La verdad es que mi costumbre tan bohemia no era nada apreciada por mis coetáneos: más de una vez me arrojaron ciruelas verdes y hasta un libro perdí en una redada que terminó conmigo tirando de los cabellos de Anay y su pandilla. Luego conseguí un perro para cuidarme y hacerme compañía y ahí quedaron sus intentos de perturbar mi tranquilidad.
Ustedes pensarán ahora que en la escuela yo era seguramente la retraída a la que todos gastaban bromas. Pero resulta que al contrario, yo era bastante popular. Yo, quien daba la orden para cantar el himno; yo, la que recitaba poemas los viernes en la plaza; yo, la primera en cuanto campamento pioneril[1] y actividad extraescolar se presentara. Es así que nunca me preocupé demasiado por encajar mi naturaleza bohemia con la vida de mis amigos. Para aquel entonces yo no sabía el significado de esa palabra, menos de bullying. Era feliz: una Pipa Medias Largas[2], una Alicia, en ocasiones Piedad.
Rápido llegaron los 12, y con ellos el viaje inminente en el que perdería algo más que mi paraíso. Recuerdo el primer día que usé el uniforme amarillo, odiaba el color y odié luego el lugar donde debía ponérmelo. La secundaria era una prisión tapiada por altos muros de ladrillo dentro de los cuales se solazaban las hormonas ardientes de 400 adolescentes.
A los pocos días me gané el mote de «la enciclopedia». Luego vinieron los cuchicheos en los pasillos, las risas maliciosas, el sarcasmo ocasional y yo, que nunca he tenido mucha paciencia, terminé mal llevada con media aula. Exiliada en el recreo al almendro del patio, bien lejos de la cancha de fútbol en la que los trogloditas se empujaban y las niñas vitoreaban los goles con gritos orgásmicos.
En el almendro no se estaba mal: tenía una panorámica completa del patio, así que podía estudiar a los especímenes con los que convivía sin que me llegaran los alaridos de Osmani García y su musa. Me resultaba muy penosa esa musa que sólo inspiraba las braguetas de mis compañeros; yo estaba acostumbrada a las otras: las griegas. Desde la paz de mi retiro sobreviví los primeros dos meses, luego sucedió lo que más temía: descubrieron que además de leer, escribía.

Las carcajadas resonaban en todo el salón de clases. Frente al pizarrón Yaima leía con voz de telenovela mexicana los versos que escribí a escondidas en la libreta de Historia. Me sentí Giordano Bruno azada a fuego lento por las mofas y los gestos patéticos. Rasgué cada página, arrojé la libreta a la basura. Entonces el instinto gregario me estalló en el pecho.
Como había dicho antes yo no tengo mucha paciencia y no la tuve para sostener aquella situación. Tenía que hacer algo. El primer paso fue buscar un novio, eso fue sencillo. Adrían, como todos los trogloditas de la escuela, era un ególatra necesitado de afecto. Con las palabras justas y la falda correcta logré pasar del almendro a la cancha de fútbol. Lo difícil fue entablar conversación allí. No estaba dispuesta a vitorear a nadie con gritos de éxtasis, así que la única opción a mi alcance era hablar de series de tv españolas.
Imaginas bien, si piensas que hasta el momento no había visto ninguna. Lo mío eran los animados japoneses, pero sabía de sobra que mencionar a Pokemón hubiera sido igual de suicida que lanzarme de la azotea, ambas acciones igual de animescas. Le pedí a Roxana, la menos maquillada del club de animadoras gritonas, que me recomendara alguna. En la lista de candidatas figuraba El Barco, pero la idea de una docena de personas más preocupadas por acostarse con alguien que de su situación apocalíptica no me parecía a mí un culebrón soportable. Me decanté por la de los niños con superpoderes y prometí no dormir esa noche hasta terminarla.
Los ojos se me cerraban cuando la escuché. En la pantalla del ordenador los españoles leían un poema: “Mientras existan primaveras, habrá poesía”. La frase hacía eco una y otra vez en mis pensamientos. Esa noche acabé insomne, no terminé la serie, pero tampoco pude dejar de pensar en el nombre de aquel escritor que yo no conocía y había movido algo en mí.
La mañana siguiente entré a hurtadillas en la biblioteca, puse mucho cuidado de no encontrar a Adrián. Me senté en la mesa más apartada. Abrí con manos temblorosas un libro pequeño de páginas grises. Quedé embelesada. De apoco devoré poemas y cartas, cada verso me transportaba a lo que fui. Sonó el timbre, advertí que no había salido al recreo.
Corrí al pasillo; retumbaba Osmani y La Musa. Me llevé una mano al oído y descubrí que aún tenía el libro. Adrián me sacó de mi ensimismamiento con una palmada en el trasero. Lo miré a los ojos y lo supe: abracé la herejía. ー¡Te dejo!ー, le dije. ー¡Te dejo por otro!ー, grité con toda la rabia que había contenido esos meses.
Él nunca entendió que lo plantaran por un muerto. Yo nunca devolví el libro. Regresé al almendro, a los días de agotar las horas a la sombra del follaje. Los rayos de sol se colaban entre las ramas para besar las páginas. Estaba feliz: tenía a Bécquer[3] y con sus palabras aprendí a disfrutar la soledad de nuevo.
Con el tiempo llegaron los amigos vivos, no me obligaron a ver series españolas y a más de uno regalé versos para enamorar a alguna chica. Seguí leyendo bajo los árboles, y definitivamente siempre que hubo primaveras yo escribí poesía.
[1] Se les llama así a los campamentos en Cuba que forman extra-académicamente a los niños y jóvenes de la isla en distintos temas lúdicos, sociales y políticos.
[2] Nombre del personaje literario creado por la escritora sueca Astrid Lindgren, que representa a una niña díscola y huérfana que rompía con todas las reglas impuestas por la sociedad.
[3] Gustavo Adolfo Bécquer, poeta español, autor de la frase que escuchó en la serie: “Mientras haya en el mundo primavera, ¡Habrá poesía!”.