Los fantásticos teóricos del amor.
“El vivir es siempre una aceleración respecto a la conciencia, como lo es con respecto de lo que no vive. La vida parece ser incontenible; la vida por lo pronto es un desbordarse.” María Zambrano Febrero es el mes de la capitalización para los mercenarios del dios Eros. Cupido cumple su cuota abarrotando moteles y…
“El vivir es siempre una aceleración respecto a la conciencia,
como lo es con respecto de lo que no vive.
La vida parece ser incontenible;
la vida por lo pronto es un desbordarse.”
María Zambrano
Febrero es el mes de la capitalización para los mercenarios del dios Eros. Cupido cumple su cuota abarrotando moteles y dispara al cielo chocolates y rosas. El amor romántico nos hace objetos estelares de sus heteropatriarcales sujetos que han de construir la disparidad de sentimientos, que con el tiempo dejan a su paso corazones rotos y decepciones amorosas.
La razón de lo anterior se centra en el dispositivo social que obedece a la conveniencia del orden patriarcal. Y va desde la aparente estética y comodidad de creer que “me gustan los hombres altos porque puedo usar tacones sin preocuparme” (cuidamos de su frágil masculinidad); hasta “es un buen tipo, ha pagado la cuenta siempre y me da regalos” (aun cuando nuestra capacidad económica no sea menor).
El amor que aprendemos durante la infancia está lleno de signos y símbolos, en los que encontramos una carga innumerable de virtudes, todas responsabilidades del sexo femenino; por ejemplo la virginidad, la fidelidad o la belleza impecable. Hoy, las nuevas generaciones tratan de romper con esos símbolos virtuosos, aunque se conservan los más dañinos. Me refiero a la virtud de la belleza occidental y a la prudencia decimonónica, que otorgaba la incuestionable razón al hombre con un velo de autonomía crítica. Y al día de hoy, los hombres del s. XXI gustan de tener mujeres inteligentes, pero cuando la inteligencia femenina cuestiona los privilegios del varón, ésta se convierte en una amenaza; y entonces es mejor “ser suaves para la crítica”, casi apacibles para no lastimar su “estatus de privilegio”.
Pasa que desde muy pequeñas las mujeres romantizamos las venias de los gentiles caballeros, nos predisponemos a que el amor debe ser sufrido y hasta nostálgico. Ahora mismo tengo el recuerdo de mi abuela. Siendo las ocho de la noche acostumbraba a ver telenovelas en las que la protagonista era por lo regular una mujer de clase baja que sería rescatada por el galán, el clásico hombre guapo y rico que lucharía por el amor de ella.
Y es que las mujeres somos educadas en desbordar amor, en darlo todo y sin medida. Mientras los hombres, en su conjunto de caracteres socialmente aceptables (proveedores, protectores, salvadores), son educados en el amor contenido (no pueden entregarse, hay que ponerse límites, en caso contrario pueden salir lastimados). Para ellos basta estar, mientras que para nosotras es imprescindible ser.
En otras palabras, para nosotras es primordial entregar con devoción el amor sentido, sin importar que tan fatídico pueda ser. En ellos es preferible reservar su capacidad de entrega, sólo si ella, la mujer, lo merece. Y en el merecer va la pena, puedes merecer siempre y cuando seas el ideal físico o emocional que de niño te enseñaron.
Así que una de las cualidades positivas de las mujeres es el desborde, es decir, no ponemos límites para amar y ser amadas. Como dice Emilce Dio Bleichmar: “Estos rasgos contenidos en el formato de feminidad remiten a la abnegación, a ponerse al servicio de los otros, a la capacidad de entrega, a la postergación y renuncia de los deseos y proyectos personales, a la sobrevaloración de la pareja y la familia.”[1] Por tanto, la abnegación y la obediencia ciega son las claves socialmente aceptadas que conforman las cualidades de nuestra feminidad.
Así pues, educados en el estar, sin ser, nacen los fantásticos teóricos del amor. Esos caballeros cuyos anhelos se traducen en las cualidades positivas de la mujer: buena esposa y todo lo que implica, que va desde la pulcritud en la casa hasta la satisfacción sexual premium; buena madre, se puede trabajar, pero sin descuidar a las criaturas; buena compañera, consiste en no reprochar, ser fiel, aunque él haga lo contrario. Por tal razón, los fantásticos teóricos del amor construyen la idea del amor en dependencia: emocional, sexual, económica, de movilidad e incluso del apetito.
El amor, para estos seres y sus máximas patriarcales, consiste en ser fiel, y su frase favorita: para siempre. En la concepción del amor fálico no hay reciprocidad, sólo satisfacción para el sujeto. Lo podemos ver en momentos cotidianos: para los hombres resulta casi inadmisible que su pareja anteponga sus ambiciones o emociones al cumplimiento del hogar, de su rol de género como mujer, y si lo hace es una mujer egoísta. Si ella trabaja, descuida a su marido y a sus hijos, y esto no “puede permitirse”. Nos han enseñado que no importa que tan agotadas estemos, nuestras obligaciones maternales y maritales no pueden verse afectadas.
Así entonces, la “teoría” de estos hombres se resume en los siguientes elementos:
- Buscan ser maternados: es muy necesario para ellos sentirse cuidados; comparan continuamente las cualidades de su pareja con las aprendidas de sus madres, abuelas, tías o cualquier imagen femenina de protección que tuvieran.
- Los celos: son una forma de sabernos amadas y protegidas. Es la perpetua marca de la propiedad. Buscan la exclusividad de sentimientos y de nuestras cuerpas, sin que ellos estén obligados a ser exclusivos de nosotras.
- El sufrimiento: parte fundamental de la relación, no importa la raíz del dolor, éste sólo es el vehículo para enaltecer la abnegación de nuestro ser femenino. Quizá por tal razón la infidelidad del macho es vista como una oportunidad de madurez en la relación.
- Las promesas: sin ellas nuestros fantásticos teóricos no serían nada. En la añoranza basan las imágenes que endulzan los días de la mujer desbordada y que, claro, nunca se traducen al plano de la realidad.

A partir de estos puntos podemos decir entonces que estos teóricos del amor gustan del enamoramiento pero rechazan al amor. Los hombres que teorizan necesitan inspiración y es el punto más álgido del enamoramiento su fuente de inspiración. En esta fuente hay emoción incontenible y pasión inconmensurable. Sin embargo, después de unos meses y creado el vínculo de necesidad, se reservan y regresan a su estado natural, al del amor receptivo.
Así que la cualidad principal de estos seres es la forma magistral para teorizar respecto a sus actitudes, las del pasado, las del presente y, claro, las que están por cometer. En respuesta sólo “esperan ser comprendidos”, “aceptados” y, si es necesario, ser “absueltos de culpa y pecado”.
Para Jane Baker Miller, las mujeres estamos en un yo en relación.[2] Es decir, las mujeres estamos solas en medio de un bombardeo de exigencias, remando a contracorriente para mantener la estabilidad de una relación sentimental, o lo que es lo mismo: una afiliación servil.[3] Lamentablemente en esa afiliación vemos reflejada la muerte de nuestros deseos y de nuestras propias emociones.
Aprender a ser mujeres en libertad y vernos como sujetas del amor y no como objetas del mismo, es fundamental para evitar pasar nuestros días con algún representante del amor ególatra.
Y si por azares de nuestra inconsciente voz patriarcal, ya hemos conocido algún fantástico teórico del amor, es preciso empoderarse y tatuarse la palabra libertad, con el fin de no repetir la tragedia. Pero si tienes la fortuna de no conocerlos, evita la resiliencia, porque no es recomendable apostar el corazón por una buena anécdota de café.
[1] Emilce Dio Bleichmar. “Mujeres y salud mental.” Asociación Española de Neuropsiquiatría. Madrid, 2000. p. 103.
[2] Jane Baker Miller. Hacia una nueva psicología de la mujer. Ed Paidós, España, 1992. p. 30
[3] Ibídem.