¡Lo juro por mis pistolas!
Me gustó tanto ese lugar en el que nací, la capital de México. María fue el nombre que me dieron mis padres, supongo que en honor a la madre de Dios; soy Arias por parte de mi padre y Bernal por mi madre. Aunque ahora que lo pienso mi nombre legal es lo de menos,…
Me gustó tanto ese lugar en el que nací, la capital de México. María fue el nombre que me dieron mis padres, supongo que en honor a la madre de Dios; soy Arias por parte de mi padre y Bernal por mi madre. Aunque ahora que lo pienso mi nombre legal es lo de menos, en la memoria de esta ciudad me recuerdan como María Pistolas.
Sobre un camino grande al que hoy llaman Avenida Tláhuac, se encontraba el jardín de niños San Juan, ahí tuve mi primer acercamiento a la educación. Claro que en aquella etapa nos enseñaron el orden de los días de la semana, las vocales, el nombre de los colores primarios, incluso nos enseñaron la forma en la que había que saludar a las personas. Posiblemente desde aquellos años comenzó mi deseo por enseñar.
Pasaron quizá un par de años e ingresé a la Escuela Superior Número 6 para estudiar la primaria. Honestamente fue una época muy complicada, pues perdimos a mi padre. Esa familia no tan numerosa, como muchas de las familias mexicanas, había padecido dificultades económicas desde que comencé a tener memoria, pero con la muerte de mi padre conseguir nuestros alimentos diarios fue difícil. Con mis seis hermanos pudimos contribuir poco a poco al ingreso familiar.
Casi llegando al final de mi vida, recordé mucho aquellas experiencias familiares y escolares, así que puedo contarles que fueron esos contextos los que inspiraron mi completa entrega a la enseñanza. A la María de aquellos años se le ocurrió que la manera de comunicar el conocimiento es clave para un buen aprendizaje, por eso me dediqué a aprender oratoria, lo disfruté tanto. En el año 1901, en la Villa de Coyoacán, convocaron al concurso de flores, pájaros y peces en donde tuve la oportunidad de hacer uso de la voz. Noté que a muchas personas les agradaba escucharme, después de todo, me di cuenta que hablar en público no era una actividad exclusiva para los hombres.
Mis años de estudiante coincidieron con la época del dictador Díaz, las hostiles arbitrariedades de su gobierno me llenaron de revolución el corazón. En la Escuela Normal agendaron mi examen profesional para el 21 de enero de 1904, el jurado de aquel examen me otorgó honores. Aquella María recién egresada estaba ávida de enseñar y hacer revolución. Mi ejercicio como maestra comenzó en la Escuela Superior Número 8, en la Escuela de Artes y Oficios, y en la Escuela Miguel Lerdo de Tejada.

Ya cerca del ocaso de la primera década del siglo XX, me incorporé al claustro de profesores del Instituto para niñas La Corregidora y de la Escuela Normal para Maestras. Sin duda, aquella primera década del siglo fue muy tormentosa, tanto para la familia como para mi país. La pérdida de cinco de mis hermanos nos trajo una honda tristeza. Mientras tanto, ya existían diversos grupos de opositores en contra del gobierno del General Díaz, tanto en la capital como en el resto de la república.
Dado el comienzo de la revolución, en los albores de la segunda década del naciente siglo, mis convicciones me llevaron a las filas revolucionarias de Francisco I. Madero. Sin embargo, aunque no les hayan contado la historia de esta forma, las mujeres fuimos gran parte del cerebro revolucionario. En aquellos años formé parte del Club Femenil Antirreeleccionista Hijas de Cuauhtémoc. Desde luego que las mujeres que nos dábamos cita en aquel club fuimos abiertamente opositoras al gobierno de Porfirio Díaz.
Cuando una de las facciones de la revolución tomó Ciudad Juárez, el General Díaz renunció a la presidencia de México y partió en el buque Ypiranga con rumbo al viejo continente. Después de la vacante en la conducción política de México se convocaron a elecciones. Dada su popularidad, Madero ganó ampliamente, convirtiéndose así en el nuevo Presidente de la República. Durante su breve gestión tuve la oportunidad de ser parte de las jornadas de alfabetización.
Por aquella época, la vida me hizo coincidir con una alumna y amiga, quien años después se convirtió en una arqueóloga prominente para la historia de México: Eulalia Guzmán. El hecho de coincidir con mujeres me hizo pensar en la revolución como la bandera de la lucha por la igualdad educativa del país. Las mujeres no teníamos por qué estar limitadas para ingresar a las escuelas o a cualquier espacio público.
En esos años de activismo fundé, junto con Elena Arizmendi y otras mujeres de ferviente convicción democrática, la Cruz Blanca Neutral, pues durante la Revolución Méxicana la Cruz Roja se negaba a atender a los rebeldes heridos. Doña Sara Pérez, esposa del presidente Madero, me nombró su secretaria privada y con ello me permitió colaborar muy de cerca con los asuntos del nuevo régimen republicano.
La presidencia no le duró mucho al señor Madero. En febrero de 1913 fue asesinado durante la Decena Trágica debido al golpe de estado orquestado por Victoriano Huerta. En cuanto me enteré de esa crueldad fui corriendo a reunirme con el General Montes en la Penitenciaría de Lecumberri. La escena fue muy triste, el suelo estaba encharcado de sangre y en el ambiente se sentía una revolución inconclusa.
Las personas se aglomeraron y en las azoteas nos apuntaban soldados con orden de disparar en caso de cualquier protesta. Aquel día cayó una lluvia interminable de impotencia. Sin embargo, ese día me quedó claro que las revoluciones siempre continúan mientras existan personas afectadas en sus derechos y libertades.
Aquellos acontecimientos causaron mucho temor en la facción maderista y abandonaron la Ciudad de México para sumarse a los movimientos revolucionarios de provincia. Y, como era de esperarse, ser públicamente maderista incomodaba mucho a los huertistas que presidían el poder en la ciudad.
Fue entonces cuando a Inés Malváez, a Dolores Sotomayor, otras compañeras y a mí, se nos ocurrió fundar el Club Femenil Lealtad. En el club conspiramos en contra de los huertistas y apoyamos presos políticos detenidos arbitrariamente. Esto después me significó algunos problemas con el gobierno gringo, pues me acusaron de espionaje.
En el club también organizamos manifestaciones dominicales en la tumba del señor Madero. Esos años constantes de activismo me aparejaron consecuencias graves en la cotidianidad: me despidieron de mi trabajo, me apresaron y, sin derecho a recibir alimentos, lo resintió mucho mi cuerpo. Pero no importó que me privaran de la luz del sol o de la dicha de enseñar en aulas porque valió la pena invertir cada segundo de mi vida en la enseñanza de la democracia, predicando con el ejemplo al exigir nuestros derechos.
El 15 de agosto de 1914, Alvaro Obregón entra con su facción revolucionaria a la Ciudad de México. Tres días después coincidí con él en el Panteón Francés, ante la tumba de Madero. Aquella tarde acudí al acto con las compañeras del club y después de varios discursos escuchamos al general Obregón reprochar a los citadinos los acontecimientos de la Decena Trágica. Las personas ahí presentes me invitaron a pronunciar un discurso en memoria de Madero. Le dí la cara a los asistentes y comencé: “Nosotras, las débiles mujeres que no podíamos tomar el fusil y que nos vimos reducidas a nuestros suspiros y a nuestras lágrimas sin poder defender la vida de un presidente mártir…”[1]. Mientras pronuncié mi discurso, alguien comentó al señor Obregón que después de una de las manifestaciones dominicales del club, un huertista se aproximó a la tumba de Madero para pisotear las flores que dejamos en su tumba y yo, al verle, le tomé de las solapas y la palma de mi mano derecha se estampó enérgicamente contra su mejilla.
Momentos posteriores a terminar mi discurso, el general Obregón tomó su pistola y me dijo: “Le cedo mi arma señorita Arias, porque es digna de ella. Esta arma me ha servido para la defensa de los intereses populares, está bien en sus manos como lo ha podido estar en las mías.”[2] Desde aquel entonces, la gente que me conoce o que me recuerda, lo hace por el apodo de María Pistolas.
Pero, más allá de ese acto pomposo y del corrido que se ha hecho en mi nombre, deseo que me recuerden por la mujer que creyó toda su vida en la educación como arma principal de todas las revoluciones del mundo. Las mujeres somos más que suspiros y trensas bien acomodadas. Las mujeres somos de carne fuerte y valiente, y de mente lúcida e incansable
Les juro por mis pistolas que no hay odio que pueda frenar los clubes constantes de las mujeres que desean emanciparse de los discurso de odio, opresión e injusticias, y tampoco hay cárcel que pueda doblegar la creciente fuerza feminista.
Para saber más:
Adame, Ángel Gilberto. “Ante la tumba de Madero.” En De armas tomar: feministas y luchadoras sociales de la Revolución Mexicana. Ed. Aguilar, México, 2017, pp. 59-70.
[1] Rojas González, Francisco. Obra literaria. Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 784.
[2] Ibídem