Las mujeres en el arte
Si la creación artística funge como el estandarte de nuestras civilizaciones, entonces se puede decir que es una forma de la conciencia social y constituye una acción transformadora del entorno mediante la cual se producen y socializan significados. No es de extrañar, entonces, que la inmensa mayoría de artistas que constan en las antologías sean varones; porque los varones han escrito las páginas de la historia y con ellas han determinado las certezas que rigen a la sociedad.
Primera entrega
Desandar un museo es recorrer los anales de la historia. En las miradas esquivas de las jovencitas refinadas, en los trajes pomposos de los reyes, en los paisajes de antaño, en los cuerpos de otros tiempos está el registro de la vida. El arte es resultante de la asunción del hoy, de la realidad que le rodea; interpretación creativa de sí mismo y sus circunstancias; es expresión humana transmutada en sonido, palabra, movimiento, figura, imagen.
Si la creación artística funge como el estandarte de nuestras civilizaciones, entonces se puede decir que es una forma de la conciencia social y constituye una acción transformadora del entorno mediante la cual se producen y socializan significados. No es de extrañar, entonces, que la inmensa mayoría de artistas que constan en las antologías sean varones; porque los varones han escrito las páginas de la historia y con ellas han determinado las certezas que rigen a la sociedad.
Natalia G. Barriuso, arqueóloga e historiadora de arte, en su artículo “¿Por qué no hay mujeres en la Historia del Arte?” nos dice:
“(…) lo primero que pensamos es que no se conocen las mujeres artistas porque no las hubo. En una sociedad tradicional en la que la mujer quedaba relegada al ámbito doméstico y a las labores de crianza, no eran pocas las dificultades con las que se encontraba una que quisiera algo diferente. En efecto, la sociedad transformaba a las mujeres en esposas y madres y esperaba que ellas cumplieran su papel con obediencia y sumisión. Sin embargo, hubo excepciones, que lograron superar esas barreras, desarrollar una profesión y dedicarse a su vocación, aunque en ocasiones eso les supuso tener que renunciar a otras muchas cosas.”[1]
Las maestras debieron no sólo imponerse a las peripecias de su tiempo sino a al sesgo ideológico posterior que las ha mantenido en el sótano de la creación. El arte de las mujeres ha sido ignorado: considerado sistemáticamente como inferior: las artistas han sido catalogadas mayormente como copistas e imitadoras, no como creadoras. G. Barriuso explica: “Cuando se pensaba en el arte de las mujeres se pensaba en el arte femenino como una categoría en sí misma. Es decir, por un lado, estaba el ARTE con mayúsculas de los hombres y por otro el de las mujeres, al que se le atribuía unas características propias”.
A las obras de las féminas se les etiquetaba con el sello de la dulzura, lo sentimental o superfluo, por el mero hecho de proceder del pincel de una dama. Se popularizó así la idea de que las creaciones mujeriles tenían más en común entre sí, a pesar de la época y las corrientes estéticas, que con los pintores de su tiempo; aseveración rotundamente apócrifa en tanto la elección de un ámbito temático, el preciosismo en el tratamiento de ciertos sujetos, o la gama de matices no se puede equiparar con un estilo, y menos un estilo únicamente femenino. Al respecto, la investigadora Mary Ellemann en su obra Thinking about Women[2] hace frente a los contradictorios clichés de la crítica sobre las piezas de disímiles creadoras, arremetiendo con opiniones clásicas como las de Renoir: “La mujer artista es sencillamente ridícula”.
Manuel Jesús Roldán, en su texto Eso no estaba en mi libro de Historia del Arte, apunta en relación a las maestras de la plástica que: «Su existencia fue ciertamente reducida en muchas épocas, pero hay un buen número de nombres de mujeres que, en cada etapa de la historia, alcanzaron una fama y un reconocimiento público”. No obstante, si se nos pregunta por qué no hay mujeres en los museos, lo más probable es que atinemos a excavar en la memoria o las enciclopedias con tal de desempolvar algún nombre perdido; cuando lo primero que deberíamos cuestionar es por qué les han negado la oportunidad de ser artistas.
Eso que estudiamos hoy como la Historia Universal del Arte, no es más que una mirada transversal de la realidad, una mirada masculina, occidental, burguesa, basada en la genialidad individual que ha sido responsable de erigir una cosmovisión estética en torno a las féminas como las musas, no como las creadoras. Se les asignó el rol de inspirar, de suscitar la sensualidad, de figurar como alegorías de la belleza, de ser escogidas y no de elegir, tampoco de crear.
Brechas históricas
No fue hasta el siglo XVI que la vida conventual les otorgó un plebiscito social con cierto acceso a la cultura, abriendo una hendija que les permitió soltar la creatividad, siempre en servicio de Dios; tal como sucedió con Catalina Vigri y Plautilla Neli. En su mocedad, Catalina estudió latín y se interesó por las miniaturas, una vez parte del cuerpo monástico, se le consintió continuar con su afición. A diferencia de ella, Neli sin formación plástica, se aproximó al arte devocional desde lo autodidacta. Ambas monjas fueron, sin ser reconocidas en su momento, precedentes en la transformación de la producción plástica femenina.
Durante el Renacimiento, la publicación de El Cortesano (1528) de Baltasar Castiglione, divulgación con la que se buscó catapultar la educación aristocrática y artística tanto en hombres como en mujeres, se consideró de forma incipiente instruir a las hembras de clase alta en algo más que en “buenos modales” y bordados. Aun así, la tarea de seleccionar el “arte” y determinar lo “valioso” era cosa de hombres.
Personajes como Giorgio Vasari fueron los encargados de separar al artesano del artista y enumerar los méritos necesarios para merecer el título de «grandes genios», y tener obras «maestras». En su libro La vida de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos (1550), apenas fueron mencionadas algunas mujeres, a quienes se les continuó vetando el derecho de asistir a clases presenciales. Quedaban rezagadas a aprender el oficio a hurtadillas, con la instrucción de pintores, o experimentar en secreto.

Bajo la tutela de los hombres, las mujeres que a duras penas tenían la posibilidad de iniciarse en las artes, por parentesco con algún creador, determinada facilidad de clase o puro azar, debieron esperar merecer, agachar la cabeza y florecer arrastrando las cadenas de su época y su sexo.
Ejemplos como las italianas Artemisia Gentileschi y Elisabetta Sirani, promotoras epónimas del Barroco, quienes ejecutaron representaciones desprendidas de la religiosidad e implementaron escenarios históricos y hasta alegóricos; nos recuerdan que en la biografía de una mujer empoderada hay siempre una constante: resistencia.
El padre de Artemisia: Orazio Gentileschi, pintor aclamado de la escuela romana de Caravaggio, encomendó a Agostino Tassi tomar a su hija como aprendiz, que ya sabía manejar los pinceles y había demostrado más aptitudes que sus hermanos cuando con sólo 17 años firma Susana y los viejos, cuadro que fue, durante siglos, adjudicado a su progenitor. La tutoría le valió más amargura que aprendizaje: la joven fue primero bruscamente violada por su mentor, luego sometida a un juicio humillante en el que se cuestionó hasta el último momento su castidad. En Judit decapitando a Holofernes, la más poderosa de sus obras conocidas, la pintora vuelca la crudeza de esta experiencia desde la denuncia y la avidez de venganza, cuestionando así el dominio patriarcal en el arte y resignificando un pasaje sacro.
Elisabetta, menos infeliz y más conservadora, fue instruida por el padre. Sus obras dramáticas exhiben un fuerte dinamismo y refinamiento que le valieron renombre incluso en años en los que las mujeres con vestidos manchados de pintura eran consideradas poco gráciles y rebeldes. La joven debió encarar el peso familiar a temprana edad, sobrecargada de trabajo por el padre enfermo fue casi una esclava de su oficio en beneficio de otros. Pese a perecer con pocos años, dejó un legado de nuevas artistas cuando fundó una academia de arte exclusiva para mujeres.
Siguiendo una genealogía periódica, destacan Rachel Ruysch en el Barroco neerlandés y Rosalba Carriera en el Rococó italiano y francés, quienes recibieron un marcado ostracismo de sus homólogos masculinos. El “atrevimiento” de las féminas a salirse del canon doméstico era repudiado hasta por sus contemporáneos artistas, que desde las academias despotricaban contra aquellas que aprendían de mentorías y a escondidas.
Continuará…
[1] Natalia G. Barriuso. “¿Por qué no hay mujeres en la Historia del Arte?” https://www.cromacultura.com/mujeres-historia-del-arte/amp/
[2] Mary Ellemann. Thinking about Women. p. 3.