Las mujeres trans.
Se trata de la primera parte de una serie de artículos que abordan la polémica generada con la inclusión de las mujeres trans en el deporte femenino. En esta primera entrega hablamos de las controversias que se han generado a partir de la incorporación de las mujeres en el deporte a nivel profesional. Se enfatiza en los casos paradigmáticos de atletas femeninas y en el uso de pruebas para determinar el sexo de las competidoras.
¿un peligro para el deporte femenino?
Primera Parte
Deporte femenino, controversial desde su nacimiento.
El reciente triunfo en la prueba de 500 yardas en estilo libre de la nadadora Lia Thomas, en los campeonatos de la National Collegiate Athletic Association (NCAA), ha desatado una enorme polémica entorno a la inclusión de las mujeres trans en las contiendas femeninas. El debate se polariza. Por un lado, encontramos a personas que se posicionan en contra de la inclusión de las mujeres trans en las competencias femeninas con argumentos enfocados en las diferencias físicas que pueden dar como resultado contiendas injustas. Y, por otro lado, están aquellas voces de defensores de los derechos de las personas que cambian de sexo, quienes apoyan la lucha por la inclusión de las mujeres trans en el deporte y rechazan enérgicamente cualquier intento de discriminación o segregación hacía ellas.
Ahora bien, es importante señalar que dicha polémica no es nueva, pero parece reactivarse en ciertas situaciones específicas, particularmente cuando una mujer trans consigue posicionarse en las contiendas deportivas de élite. Lo cual, afortunada o desafortunadamente no ocurre con relativa frecuencia, ya que la participación de las mujeres trans en las competencias femeninas ha sido y continúa siendo estadísticamente muy baja. Las mujeres trans en el deporte son una minoría, que por primera vez tuvo la posibilidad de ser representada en los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, cuando Laurel Hubbard compitió en halterofilia sin obtener resultados favorables. Por lo que no debería sorprendernos la presencia de estos encendidos debates, ya que las controversias en torno al deporte femenino han sido también una constante en toda su historia, principalmente porque el deporte no ha avanzado a la par que la teoría de género ni de las luchas de las comunidades LGBTQ+, pero tampoco de la igualdad, ni de la inclusión[1].
Las mujeres en el deporte
La primera vez que se implementó una categoría femenina en los Juegos Olímpicos fue en el año de 1928, en las competiciones de atletismo. Y desde ese momento la presencia de las mujeres en el deporte estuvo acompañada de múltiples especulaciones públicas. El rechazo a lo femenino y la incredulidad sobre las capacidades de las deportistas llevó al extremo de la discriminación a una sociedad que abiertamente repudiaba a las atletas por considerarlas “demasiado masculinas”. Dicho fenómeno social se exacerbó con los intentos de exposición pública de algunas competidoras que “se creía” tratábanse de hombres disfrazados de mujeres que utilizaban esta nueva categoría como alternativa para ganar en las contiendas. Los deportes femeninos tuvieron un origen controversial, ya que se consideraba que las mujeres estaban invadiendo y usurpando el dominio masculino[2]. Por ello se ponía especial énfasis en el cuestionamiento de la feminidad de las atletas cuando ellas lograban destacar en las competencias.
Durante el contexto de la Guerra Fría, impulsado por la sospecha de “actos deshonestos”, el Comité Olímpico Internacional (COI) estableció la práctica de revisiones médicas a mujeres que incluían las pruebas de dopaje y los “desfiles de desnudos”. Así es, además de las pruebas de laboratorio, las atletas eran inspeccionadas sin ropa, completamente desnudas, para verificar que contaban con las características sexuales propias del cuerpo femenino y que no les sobraba un falo o testículos.
Esta práctica violenta se justificaba socialmente bajo el argumento de la “sospecha” constante sobre las mujeres deportistas por su supuesta masculinización. Casi a finales de los sesentas, los exámenes físicos fueron reemplazados por pruebas genéticas con el objetivo de verificar el sexo de las atletas y determinar la categoría a la que serían inscritas según el género que les correspondía. Un caso icónico fue el de la medallista polaca Ewa Klobukowska, quien en 1967 fue descalificada de las contiendas de atletismo femeninas, al descubrirse por medio de un estudio cromosómico que tenía un tipo de “mosaicismo genético[3]”, ya que algunas de las células de su cuerpo portaban el cromosoma sexual Y, además del par de cromosomas sexuales X.

Estas pruebas genéticas también fueron utilizadas por otras organizaciones deportivas con la finalidad de evitar la presencia de personas transgénero en las competencias. La discrecionalidad de su uso y sus propósitos cuestionables contribuyeron a la discriminación de una gran cantidad de deportistas. A pesar de ello, existieron significativas excepciones, como lo fue el caso de Renée Richards, mujer transgénero que en 1977 ganó una demanda a la Asociación de Tenis de Estados Unidos. El motivo de la demandante fue la exigencia de una prueba cromosómica por parte de la asociación para que pudiese registrarse y competir en la categoría femenina del Abierto de Estados Unidos. Esto a sabiendas de que Richards había pasado recientemente por el proceso de transición que le permitió cambiar el sexo que le fue asignado al nacer (hombre), por otro que pudiera reflejar de mejor manera su identidad sexual (mujer). ¿Por qué se le solicitó una prueba genética? Un juez estadounidense consideró que el propósito de esa solicitud era discriminatorio, simplemente querían evitar su participación.
Los últimos Juegos Olímpicos donde se emplearon las pruebas genéticas como medio de verificación del sexo, fueron los realizados en 1996 en Atlanta. En ellos ocho mujeres estuvieron a punto de ser descalificadas por presentar cromosomas sexuales Y. Se les permitió participar en las competencias después de que se demostrara médicamente que no habían tenido un desarrollo masculino típico a consecuencia de anomalías hormonales. Ante estas situaciones, los organismos deportivos internacionales decidieron abandonar definitivamente las pruebas genéticas en los Juegos Olímpicos del 2000. Iniciando con ello una etapa de intensa búsqueda de herramientas y procesos que les permitieran la corroboración del sexo de las y los atletas, para su consecuente registro en la categoría correspondiente a su género.
Finalmente, en el 2009 comenzó una nueva era para el deporte. Se empezaron a utilizar pruebas hormonales para la verificación sexual, particularmente el conteo de testosterona. Esto a raíz del caso de la atleta Caster Semenya, quien fue sometida a pruebas obligatorias que permitieran la corroboración de su sexo, ante la “sospecha” que produjo su campeonato mundial de atletismo, donde insólitamente logró ganar la carrera de 800 metros por más de dos segundos de diferencia. ¡Dato curioso! Ella rompió un récord deportivo y su premio fue la desconfianza en su sexo. Y, por si fuera poco, los cuestionamientos a su fortaleza física provocaron que fuese obligada a ser objeto de revisiones médicas por endocrinólogos y ginecólogos; incluso, evaluaciones a su salud mental. Los resultados nunca fueron de dominio público, pero tiempo después Semenya reveló que para que le permitieran volver a competir, fue obligada a ingerir medicamentos que redujeron los niveles de testosterona de su cuerpo. Esta atleta sudafricana tampoco pudo competir en los Juegos Olímpicos de 2020, a pesar de las batallas legales que enfrentó, ya que fue rechazada únicamente por negarse a continuar con la ingesta de medicamentos supresores de testosterona.
A partir de entonces, se ha estandarizado el conteo de testosterona en mujeres (incluyendo a las mujeres trans) la cual debe tener una concentración máxima de 10 nanomoles por litro de sangre. Además, se han flexibilizado las políticas deportivas sobre los y las atletas transgénero, ya que ahora no se les obliga a someterse a cirugías genitales o cambios legales de género, como se hacía antes. Actualmente, todo depende principalmente de la medición de testosterona, que en el caso de las mujeres trans se les exige demostrar bajas concentraciones de esta hormona en sangre, en un periodo de tiempo de mínimo de un año, para que puedan registrarse y competir.
¿El género depende de las hormonas?
Existe la creencia popular de que la testosterona es la “hormona masculina” y la principal responsable de la estructura física del cuerpo masculino que lo diferencia naturalmente del cuerpo femenino. Esto ha generado una enorme confusión científica y social, ya que muchas personas han llegado a creer que se trata de una hormona exclusiva de los hombres. Nada más ajeno a la realidad. La testosterona es una hormona que también se produce en los cuerpos de las mujeres, quienes al igual que los hombres la necesitan para mantener un estado de salud equilibrado. Esta hormona posee una amplia gama de efectos sobre los procesos fisiológicos del cuerpo humano como: el metabolismo, la función hepática, la conformación de la estructura ósea, el funcionamiento muscular, los procesos dérmicos, el funcionamiento cerebral, etc. Y todos estos efectos se mantienen presentes tanto en los cuerpos de mujeres, en los cuerpos de los hombres, en cuerpos intersexuales y en no binarios.
Los responsables de esta confusión fueron los primeros investigadores que, obsesionados por la anatomía y reproducción sexual humana, se concentraron en la función de la testosterona en el cuerpo de los hombres (particularmente en aquellas características asociadas a la virilidad), dejando de lado su muy amplia gama de funciones para todos los cuerpos. Este sesgo científico se fue transformando en mito y de esa manera se ha mantenido presente en el imaginario colectivo. Y ha permeado tanto esta idea que las organizaciones que reglamentan las competencias deportivas continúan haciendo conteos de testosterona para verificar el sexo de las y los atletas. Esto pese a que no existe evidencia suficiente que pueda respaldar estas pruebas y sí hay muchas investigaciones que sostienen fenómenos complejos de asociación de la hormona con el rendimiento físico o incluso que contradicen la estandarización de la interpretación del conteo para todas las personas y actividades desarrolladas.
No se ha demostrado que la testosterona tenga una participación específica en el desempeño deportivo, no se trata de una molécula milagrosa para el rendimiento físico (como los famosos “coaching’s” de gimnasio nos han hecho creer para vendernos sus suplementos alimenticios). La idea de que a más testosterona en el cuerpo tendremos mayor capacidad atlética, es reduccionista y simplista. La estructura, fuerza y capacidades del cuerpo humano, asociados a las competencias deportivas, dependen de múltiples factores que incluyen: intercambio iónico y electrolítico, tipo de actividades físicas realizadas, repetición de actividades, resistencia corporal, capacidad cardiorrespiratoria, nivel de hidratación, fuerza implementada, capacidades musculares desarrolladas. etc. Es decir, para el desarrollo de capacidades deportivas existen patrones complejos de relaciones fisiológicas mixtas, positivas y negativas con la testosterona (y otras hormonas), dependientes del tipo de actividad a desarrollar[4].
Pensar que un conteo de testosterona es suficiente para evaluar las capacidades físicas de las y los atletas, es un acto poco funcional y de dudosa confiabilidad, ya que no hay posibilidad de asociar esta hormona directamente al rendimiento, fuerza física y desarrollo de actividades particulares que definen la “justicia” de las contiendas deportivas. Y contrario a lo que se pudiera pensar, estos conteos de testosterona sí han servido para confundir a la sociedad respecto a qué es lo que te convierte en un atleta de alto rendimiento, y nos ha llevado a desvirtuar las diferencias que siempre han existido y persisten en las contiendas deportivas; así como ha servido para justificar la no inclusión de algunas personas dedicadas al deporte, dependiendo de lo que puede ser más rentable o no para los intereses económicos internacionales. Dejando de lado a las mujeres trans, pero también a las mujeres cis, que sin importar que nacieran con vulva o no, pueden ser eliminadas sin mayor recato cuando la concentración de testosterona en sangre es mayor a lo que se “supone” debería ser considerado normal. En pocas palabras, se apela nuevamente a la “masculinización” de las atletas para exponerlas, limitarlas o expulsarlas del deporte.
¿Y entonces la inclusión de las mujeres trans es un riesgo para el deporte femenino? No te pierdas la segunda parte de este artículo en donde expondremos nuestra conclusión a esta pregunta.
[1] Rebeca M. Jordan-Young, Katrina Karkazis. Testosterone: An Unauthorized Biography. Ed. Harvard University Press. Estados Unidos, 2019.
[2] Azeen Ghorayshi. “Una nadadora transgénero revive un viejo debate en los deportes de élite: ¿qué define a una mujer?”. The New York Times. Estados Unidos, 2022. Consultado en: https://www.nytimes.com/es/2022/02/19/espanol/atletas-trans-lia-thomas.html
[3] Es un trastorno por el cual un individuo tiene dos o más poblaciones de células que difieren en su composición genética.
[4] Mikel Izquierdo, et al. “Maximal strength and power, muscle mass, endurance and serum hormones in weightlifters and road cyclists”. Journal of Sports Sciences. Vol. 22, 2004. pp. 465–478. Consultado en: http://citeseerx.ist.psu.edu/viewdoc/download?doi=10.1.1.1084.4829&rep=rep1&type=pdf