La última vez.
Cuando desperté, mi aliento era distinto al de las mañanas anteriores. Era cítrico, estaba funcionando mi tratamiento dental. Al levantarme y mirar la silla rota recordé lo mal que la había pasado la noche anterior. Me miré en el espejo que está del lado izquierdo de mi cama, esta vez había sufrido estragos, estaba estrellado….
Cuando desperté, mi aliento era distinto al de las mañanas anteriores. Era cítrico, estaba funcionando mi tratamiento dental. Al levantarme y mirar la silla rota recordé lo mal que la había pasado la noche anterior.
Me miré en el espejo que está del lado izquierdo de mi cama, esta vez había sufrido estragos, estaba estrellado. Y entonces mi bloqueo nocturno vio la luz del día, había pasado de nuevo. Esta vez fue la última. Pensé mientras acomodaba mi cabello viéndome en el reflejo estrellado. Los celos de Ernesto estaban sobrepasando todos los límites y ni siquiera entendía por qué. En realidad mi papada no era sensual, ni mi celulitis era un aliciente para ningún hombre, de cierta forma creo que sólo él podía verme hermosa. Todo en nuestra relación había dejado de ser romántico y lindo, como alguna vez había sido, por eso esa mañana decidí que terminaría para siempre con nuestra relación.

En vano eran todos mis esfuerzos por demostrarle que yo era una mujer fiel. Él enloquecía con sólo saber que algún compañero de trabajo me saludaba, y de alguna manera traté de comprenderlo. Hasta yo enloquecía cuando alguna mujer se le acercaba, tenía miedo de perderlo y que me hiciera lo mismo que hace un par de años.
Sabía que quizá no encontraría a otro hombre que me mirara tan atractiva como lo era para los ojos de mi Ernesto, sabía que me dolería dejar doce años a su lado para comenzar de nuevo, mi ilusión de ser madre no sería la misma sino era con él. Abandonar una historia como la nuestra me había tomado meses, porque en sus ratos nobles me abrazaba con fuerza, y yo entre su pecho y sus brazos me sentía segura, me pesaba dejar en el olvido nuestro primer beso en la orilla de la avenida Revolución, me sangraba el corazón de pensar que nuestro “por siempre juntos” quedaría sólo tatuado en nuestras muñecas izquierdas.
¿Pero cómo quedarme si sus empujones ya comenzaban a doler cada día más? No podía seguir ahí si él no confiaba en mí ni siquiera para ir al supermercado. Hacer el amor era una tortura, sus manos me lastimaban, pocas veces me excitaba.
Estaba decidida, pues la noche anterior sus gritos me habían reventado la cabeza, era el mismo reclamo de siempre: “Eres una maldita zorra, me engañas con el pendejo ese de tu trabajo.” Y no entendía, Ernesto no entendía que yo era incapaz de saludar a nadie, sentía que él me vigilaba todo el tiempo, pero él no me creyó.
Anoche me golpeó con más fuerza, apenas pude decirle que se calmara cuando una cachetada en mi mejilla izquierda ensordeció todo lo que me gritaba, sus patadas en el estómago aún me duelen, le supliqué que parara, pero Ernesto no escuchaba razones.
Seguía parada frente al espejo, y en medio de todo me alegré, no tenía la cara tan desfigurada como pensé, y lo mejor de todo: esta vez sería la última. Me largaría para siempre, mi madre tendría que entender, ella siempre me dijo que dejara de darle razones a Ernesto para celarme. Quizá por eso traté tantas veces de salvar mi miseria.
Era casi mediodía, salí de la pequeña habitación, con dolor en el vientre pero con un dejo de esperanza. Al entrar al baño mi aliento cítrico se hizo moho. Estaba Ernesto en la regadera con un cuchillo haciendo fuerza para cortar mi mano izquierda, mi muñeca izquierda, donde llevaba nuestra promesa. No comprendía. En el bote de la ropa sucia vi mi propia cabeza y no comprendía. Grité pero Ernesto no me escuchó, nunca me escuchó. Nadie me escuchó.