La mística de las que merecen amor.
Cuando leí por primera vez a Simone de Beauvoir tenía 17 años. El boom del feminismo en Latinoamérica no era escandaloso y mucho menos se manifestaba con iconoclasia. Leer a Simone, en mi pre-feminismo, me dejó una duda que fui disipando con el paso de los años: ¿qué implicaba ser para el otro? Fui comprendiendo…
Cuando leí por primera vez a Simone de Beauvoir tenía 17 años. El boom del feminismo en Latinoamérica no era escandaloso y mucho menos se manifestaba con iconoclasia. Leer a Simone, en mi pre-feminismo, me dejó una duda que fui disipando con el paso de los años: ¿qué implicaba ser para el otro?
Fui comprendiendo que las mujeres nacemos bajo la constante de pertenecer a otros, ser para otros. En un principio, le pertenecemos a nuestra familia, teniendo como objetivo ser una buena hija, jamás fallarle a tus padres y, si es posible, concebir hasta contraído el matrimonio. Luego la posición que nos reivindica entre las santas: la condición de la maternidad, que acompañada por el matrimonio se convierte en la fórmula perfecta para gozar de las bondades que nos regala el patriarcado.
De tal suerte que la figura femenina debe permanecer en una mistificación, tal como lo escribiera Betty Friedan en La mística de la feminidad*, donde comprendemos que los estereotipos de “lo femenino” son impuestos desde un dispositivo social de dominio. ,De ahí que la mistificación se entienda como el ideal normativo que la sociedad ha construido e impuesto sobre las mujeres, y que el patriarcado mantiene con particular interés, pues su permanencia garantiza su hegemonía.

Por ejemplo, se nos mistifica como novias cariñosas, como buenas madres, como tiernas abuelitas. Se crea una idea fetichizada de la mujer como objeto sexual, pero no como sujeto orgásmico. Para la sociedad patriarcal merecemos el altar sacro, siempre y cuando no nos movamos de él, no pensemos en salir de él, no hablemos siquiera. Es decir, mientras no nos comportemos como humanas, como personas.
Lo anterior está basado en la virtud de la decencia, que se nos ha sembrado en el cabeza, puesto que es primordial para nuestra mística y un baluarte imprescindible en el ser para el otro. Por tal razón, el contraste de las dos imágenes que Graciela Hierro menciona acertadamente en su **Ética y feminismo: la de la prostituta y la de la madre, dividen y enfrentan socialmente a las mujeres.
La razón es que la prostituta ha dejado atrás la mistificación y ha adquirido las características negativas de la feminidad: el control y el uso de su sexualidad y, por tanto, de su vida. Mientras que la madre conserva las características positivas: pureza, docilidad, abnegación. El patriarcado las enfrenta y condiciona por medio del amor. Sólo la que realmente ama expone sus virtudes, producto de su mística. Y la prostituta, por la propia naturaleza de su oficio, está impedida a amar.
Aunque en realidad la galantería disfraza siempre las características negativas, en algún momento las características positivas de las mujeres dejarán de ser suficientes para los que teorizan el amor, pero que en la práctica carecen de empatía. Para esos fantásticos teóricos del amor no hay virtud que subyugue lo suficiente a su compañera como para invisibilizarla.
* Betty Friedan. La mística de la feminidad. Ed. Cátedra. España, 2016.
** Graciela Hierro. Ética y Feminismo. Ed. Diversa. México, 2003.