«Juegos de Agua» y mi obsesión con las dedicatorias
Análisis en torno al libro de poemas Juegos de Agua, de la escritora cubana Dulce María Loynaz.
Cuando me regalaron Juegos de Agua: versos del agua y del amor, yo apenas había leído algún poema perdido de Dulce María Loynaz; recuerdo que el título me pareció un tanto pretencioso, y la edición terminó por quitarme las pocas ganas de leerlo. Además de las portadas escandalosas que se suelen hacer en Cuba, dentro había unos dibujos que a mis ojos parecían salidos del cuaderno de una adolescente con ideación suicida.
Fue así como mi primer poemario de la Loynaz estuvo todo un año acumulando polvo en la estantería. Debo reconocer que lo que me llevó a renegar de mi regalo fue la falta de dedicatoria. Siempre he pensado que un libro sin dedicatoria está destinado a perderse.
Era tarde de lluvia. Tengo por costumbre leer poesía a todas horas. En la mesilla de noche descansa siempre algún ejemplar que me sirve de amuleto, consuelo, escape o mero remedio al tedio. Esa vez necesitaba algo distinto. Puse manos en las páginas y comencé a buscar eso que solo sabría identificar cuando lo encontrara. Un verso simple en el prólogo me detuvo de golpe:
“Toda la vida estaba
en tus pálidos labios…
Toda la noche estaba
en mi trémulo vaso…
Y yo cerca de ti,
con el vino en la mano,
ni bebí, ni besé….
Eso pude: Eso valgo.”
(Dulce María Loynaz)
Aprecio mucho a quienes pueden decirlo todo en pocas líneas; yo no puedo. Y aquellas palabras del diario dejaron de ser ordinarias aquí. Había simbolismo, ritmo, pero más que métrica: había cosas por decir.
Llovía y yo devoraba poemas de agua: fui a ratos a una laguna, otras veces al arroyo o al inconmensurable mar. A cada verso me saltaba a la garganta la increíble capacidad de esta mujer para trasmutarse, transportar, describir y tocar; entonces entendí que el libro hablaba de amor.
No, mejor aún, el libro hablaba de todo lo cambiante que podemos ser, o que puede ser la existencia. Encontré muchos versos en primera persona, y sí, sé que el yo poético no es el yo; pero me asalta la duda: ¿no sería más estratégico describir al agua desde fuera, descifrarla desde la contemplación? ¿Y si fuese la intención de Dulce describirla así, pero ella quiso mejor hacernos y hacerse agua; obligarnos a sabernos isla en medio del mar o gota trémula, porque así se vio a sí misma?
En la dedicatoria a sus versos pone: «A Pablo Álvarez de Cañas, en vez del hijo que él quería». Así confirmé que, en efecto, el libro hablaba de amor; porque una mujer enamorada es un «te quiero andante» y estos versos representaban todo lo que no pudo dar, y todo lo que dio: a ella.
En los ensayos que luego leí sobre Juegos de Agua, supe de la época convulsa en la que se publica: «En un momento de reorganización poética, al final de la década de posguerra, en donde a la vez todo era posible: la voz existencialista de Hijos de la ira de Dámaso Alonso, el neorromanticismo fundante de Sombra del paraíso de Vicente Aleixandre, los neogarcilasistas que pedían un retorno a los revolucionarios de «Espadaña» y de «Proel», los que clamaban por una poesía social como terapia de choque, y también los nostálgicos de la vanguardia que, intentaban una recuperación interesante pero poco menos que imposible» (Antonio Piedra).
Advertí en el agua la alegoría perfecta para el cambio, para la representación de un acontecer inestable, como en el que se parieron estas páginas. Dulce María Loynaz en un libro tan singular como éste, recrea el hálito de lo onírico que, una vez interpretado, se convierte en verdad: «certeza del alma».
Explícitamente lo reconoce en carta a Martínez Malo fechada a finales de 1984: «Algo de magia, como Ud. dice, debe haber en Juegos de Agua: ¿puede creer que un crítico ruso lo ha hecho fotocopiar hoja por hoja para que se lo envíen a su país? Como Ud. sabe, es un libro agotado y hubo que recurrir a ese extremo para complacerle y, desde luego, no lo hice yo sino Cintio Vitier que me traspasó su deseo. Por cierto que la dirección del ruso se ha extraviado y todavía las fotocopias no han podido ser enviadas, cosas que ocurren sin que se sepa por qué» (Dulce María Loynaz tomada de Radio Rebelde).
Si se mira fríamente el volumen, si nos desligamos de subjetividades y romanticismo, llama la atención la disposición matemática de sus partes: tres lapsos: «agua de mar», «agua de río», «agua perdida»; con 19 poemas cada uno y que, a su vez, quedan agrupados de cinco en cinco con tres poemas cada subparte; separados entre sí por prosas. Si añadimos el poema que sirve de introducción, tendríamos un total de 58 unidades.

El cuidado numérico nos devela un libro que nace con la intención de serlo, con la responsabilidad de editarse y la dedicación de escribirse. Juegos de Agua es una obra homogénea, perfectamente dispuesta, con claras intenciones y conceptos, no son poemas lanzados al azar y agrupados por capricho. Estamos en presencia de un libro singular en la poesía española por su ajuste riguroso a una temática elemental, la idea aquí es comprobable y el pretendido rumbo neorromántico de la poetisa está asumido como experiencia vital, y como factura poética.
«Hablemos, pues, de esa elementalidad loynaziana, concretada en el agua, porque es ahí donde este libro lo abarca todo y lo diferencia todo. Pero veamos, por simple coherencia crítica, una cuestión previa: el agua ha sido para los poetas de todos los tiempos una referencia de la transitoriedad del tiempo y del halago a la nostalgia de permanencia que anida en todo mortal. Ahí está en sus versos apareciendo y desapareciendo como expresión y laberinto» (Antonio Piedra).
Nos dice Antonio Piedra sobre el reto que supuso para Loynaz construir un tomo en el que se jugó la coherencia entre forma y pensamiento: dualidad que pudo equilibrar mediante el símbolo, tomó al agua como vida, y a su transitoriedad como el resultado de las circunstancias y el medio de adaptabilidad para sobrellevarla; también como la naturaleza misma del ser: constante (hay agua en todo) e impredecible (la forma es frenética).
«Juegos de Agua en el que la escritora deja claras sus filiación insulares, y también su incondicionalidad a Pablo, a quien no le daría un hijo, pero sí una obra literaria excepcional que daba fe de una fertilidad como pocas en el universo de las letras castellanas». (Jesús David Curbelo).
Creo que ahora entienden por qué el libro tiene tantos poemas en primera persona, por qué habla de amor y por qué me obsesiono con las dedicatorias. Juegos de Agua es una apoteosis a la vida, que Dulce María Loynaz entiende como el divertimento del universo con una sustancia siempre presente (nosotros), que ante el juego sólo tiene la condición y defensa de la adaptabilidad.
«Realmente somos: una mutación de tiempo y eternidad, un estupor de vida y muerte, una sucesión de formas como expresión del mundo» (Antonio Piedra). Las tres partes del libro -agua de mar, agua de río, y agua perdida- representan tres entendimientos del símbolo agua como alegoría al equilibrio, y fin último del hombre. Un «juego de agua» es la vida que fluye: desde el nacimiento del manantial en las entrañas de la tierra, sus peripecias de arroyo, su evolución en mar, la evaporación de su tiempo; hasta el renacer en lluvia.
«[…] Esta es agua sonámbula que baila y que camina por el filo de un sueño,transida de horizontes en fuga, de paisajes que no existen… Soplada por un grifo pequeño» (Dulce María Loynaz).