Hablemos de maternidades tóxicas.
Cuando se habla sobre machismo en nuestra cultura, existen voces que señalan que el peor enemigo de las feministas son otras mujeres que reproducen los estereotipos de género, la misoginia y la violencia contra las de su mismo sexo. Una reproducción de comportamientos machistas desde el seno familiar, porque son mujeres en nuestra sociedad las…
Cuando se habla sobre machismo en nuestra cultura, existen voces que señalan que el peor enemigo de las feministas son otras mujeres que reproducen los estereotipos de género, la misoginia y la violencia contra las de su mismo sexo. Una reproducción de comportamientos machistas desde el seno familiar, porque son mujeres en nuestra sociedad las que mayoritariamente se encargan del cuidado, crianza y educación de los hijos. Fomentando de esta manera el ciclo de violencia del que somos objeto mujeres y niñas.
Lo anterior, aunque doloroso, es una realidad presente en nuestras sociedades. En la cultura mexicana es común que la madre enseñe a los hijos varones a ser dependientes de ella o de sus hermanas en cuanto a actividades domésticas se refiere. Ejemplos de este tipo de comportamientos son: el que los hijos varones no puedan lavar los trastes, no deban preparar alimentos, no se hagan cargo del cuidado de otros integrantes de la familia; ya que estas, son actividades socialmente relacionadas a lo femenino. De igual manera, es común ver que, en las familias mexicanas, las hijas mujeres se encargan de actividades de limpieza, cuidado de otras personas, preparación de alimentos y que todo esto sea para servir principalmente a los varones del hogar.
Pero cuando hablamos de maternidades machistas, no solo hacemos referencia al reparto de actividades dentro del hogar de acuerdo a lo que la heteronormatividad nos ha delimitado. Si no también, debemos señalar los comportamientos agresivos que algunas mujeres dirigen hacia sus hijas. Pues resulta que los conflictos madres-hijas son una constante en el desarrollo de las relaciones entre mujeres y uno de los elementos que más pesan en el autoestima y desarrollo de nuestro género.
Hace algunos años, sin que fuera mi intención, pude presenciar un episodio que me ocasionó bastante desconcierto. En una tienda cualquiera de ropa y calzado, se encontraban a lado mío una mujer y una vendedora comentando sobre ciertas características de la mercancía que se vendía en ese lugar. Minutos después salió de los vestidores una joven adolescente con pantalones que se había ido a probar. Se acercó a la mujer que, deduje por su comportamiento y características físicas, se trataba de su madre y le dijo en voz baja que necesitaba una talla más. La respuesta de su madre fue la siguiente: “sí dejarás de tragar, tal vez no necesitarías una talla más”. Yo que me encontraba a unos metros de distancia pude escuchar perfectamente sus palabras, por lo cual por instinto volteé a ver la escena. La adolescente no respondió una sola palabra, pero sus ojos se llenaron de lágrimas. Su madre, no pareció darse cuenta de la rudeza de su comentario y la vendedora mantenía la cabeza baja como intentando no mirarlas a la cara.
En lo personal me pareció no solo crudo el comentario de esa madre, si no violento y despectivo. Es increíble como existen mujeres que pueden ser tan insensibles con sus propias hijas, sin darse cuenta que sus palabras pueden repercutir de manera negativa y que pueden ocasionarles severos traumas que las acompañaran por el resto de su vida. Y este tipo de comportamientos agresivos, son más comunes de lo que quisiéramos ver. He escuchado testimonios de mujeres que pasan gran parte de sus días discutiendo con sus madres, con rencores por situaciones en las cuales ellas las afectaron y reclamándoles la forma en la que las criaron o sometieron.
Cuántas mujeres en nuestra cultura no han tenido que desarrollarse con madres machista, violentas y pasivo-agresivas. Cuántas mujeres han tenido que crecer a pesar de sus madres. Esas madres que han sido señaladas por las sociedades como los seres que poseen intrínsecamente las cualidades “femeninas” de ser amorosas, cuidadosas y pacientes con sus crías, como si se tratase de un ser humano perfecto (de la madre perfecta), sin aceptarse que son mujeres que en la mayoría de sus casos, fueron concebidas o han vivido siendo violentadas desde su infancia. Esas mujeres que crecieron castradas, reprimidas, humilladas y limitadas; son las que, por creencia cultural, se supone que deben de brindar todo el amor del mundo a sus hijos. Sin embargo, muchas veces, el ser madre es la oportunidad que le da la sociedad para ventilar toda su rabia moldeando y frustrando a sus hijos*.
Dice un dicho popular que nadie es capaz de dar, algo que no tiene. Y esto sin lugar a dudas aplica para muchas mujeres que son incapaces de maternar con amor a sus hijos, ya que ellas tampoco recibieron amor de parte de sus madres. Pues como señala la feminista mexicana Anilú Elías, “El amor maternal es un sentimiento de lujo que sólo se pueden dar ciertas madres: las que fueron amadas; las que eligieron su maternidad; las que vivieron plenamente su sexualidad, y las iluminadas que, pese a todo, tienen el don auténtico de la maternidad.**” Pero todas estas mujeres son excepciones. La realidad es que la mayoría de las mujeres brinda a sus hijos lo que está dentro de sus posibilidades: horas de servicio, disciplina, mucha tradición, considerable respeto a las instituciones humanas y divinas, y muy poca espontánea y libre presencia de emociones.
Así que, desde esta perspectiva no es posible responsabilizar del todo a las madres por el ciclo de violencia en el que se configura nuestra sociedad. Ellas hacen lo que pueden con y a pesar de lo que han recibido de nuestra cultura. Lo hacen a pesar de las paternidades ausentes que son cotidianas en las familias mexicanas. Intentan criar a sus hijos a pesar de las limitaciones que por su género les han sido impuestas. Intentan formar a mujeres y hombres de bien, acorde a los principios que han interiorizado del orden social y religioso que las rodea. Y tienen el grado de incapacidad para dar afecto, acorde a su propia infancia y juventud. A todo esto, antes señalado, es importante agregar la cereza del pastel que socialmente se le añade a la maternidad, el sacrificio.

Pues finalmente resulta, como en la Divina Comedia, que parir en nuestra sociedad es sinónimo de exigirle a las mujeres abandonar toda esperanza de ser persona por derecho propio; algo más que incubadora. No solo se le condenó a la mujer a parir con dolor, según señalan los textos bíblicos, sino que además parece que también hemos sido condenadas a vivir maternidades repletas de sacrificios, de renuncias. Muchas mujeres viven maternidades en las cuales, en lugar de adquirir algún tipo de enriquecimiento personal, son despojadas de su propia personalidad. Ya que a partir de que son madres, la sociedad les enseña que tienen el deber de amar por sobre todas las cosas a sus hijos, esos hijos que las encarcelan, que las poseen y deforman sus cuerpos, esos hijos por los que cambia incluso sus horas de placer por constantes horas de deberes***. Para que posteriormente, vivan sin poder manejar sus culpas, principalmente la culpa de ser incapaces de brindar ese amor perfecto que le han señalado que deben de tener por sus hijos, ese amor perfecto plagado de sacrificios personales.
La ideología de la maternidad ha permitido someter a la mujer, reducirla por medio de su capacidad reproductiva en un ser enajenado; en la medida en que su cuerpo ajeno usurpa el suyo, lo penetra y lo convierte en territorio propio. Y ha impedido que el caudal de placer y de amor real de la maternidad presida el acto de traer al mundo un nuevo ser. Así que, si bien es cierto que las mujeres, particularmente las madres son entidades responsables de perpetuar el machismo en nuestra sociedad, también es una realidad que ellas mismas son producto de esa sociedad machista y de su violencia. Culpar a las mujeres del ciclo de misoginia en el que nos encontramos es revictimizar a aquellas que no eligieron tener una infancia violenta y que tampoco eligen muchas veces el trasladar sus propios traumas hacía sus hijos. Además, es una discusión igual de inútil como la que produce preguntarnos ¿qué fue primero, el huevo o la gallina?
Sin embargo, por todo lo expuesto en el presente artículo es que los movimientos feministas señalamos que las maternidades deben ser deseadas. Deben ser madres aquellas que han conseguido o consideran que es posible dejar la rabia y frustración propia de su infancia, para no reproducirla en violencia hacía sus hijos e hijas. Deberían ser madres aquellas mujeres que poseen amor para maternar adecuadamente. La maternidad obligada solo nos condiciona a gestar y parir hijos condenados a pagar la frustración de la madre. La maternidad forzada por los estereotipos sociales condena a la humanidad a continuar engendrando odio y resentimientos.
*Anilú, Elías. La rebelión de las mansas. Ed. Octavio Antonio Colmenares y Vargas. México, 2011.
** Ibid pp 31.
*** Anilú, Elías. La rebelión de las mansas. Ed. Octavio Antonio Colmenares y Vargas. México, 2011.