Ella se fue con el viento
Crónica sobre un episodio de violencia intrafamiliar y el impacto que puede tener en la crianza de los niños. Basada en hechos reales, este texto manifiesta el dolor y el trauma de las niñas y niños que crecen en un entorno de violencia machista.
“No son las contusiones en el cuerpo las que duelen.
Son las heridas del corazón y las cicatrices en la mente.”
Aisha Mirza
Llegó convertido en un demonio. Así lo recuerdan entre sollozos y miradas humedecidas. Se apareció como todas las noches en las que los tragos lo transformaban en el ser más despreciable que pudiese existir sobre la tierra. Golpeando la puerta, aventando palabras hirientes contra todos a su paso. Ella ya sabía lo que tenía que hacer. Tantos años de maltrato la habían convertido en un ser precavido que arrullaba a sus hijos temprano para evitar que ellos pudieran presenciar las discusiones, la violencia. Una vez que sus pequeños yacían dormidos en los petates, ella preparaba todo para no causar molestias al marido que llegaría, además de enojado, hambriento. Los ojos se le hacían largos observando el umbral de su pobre casa, esperando el momento en el que comenzarían a escucharse los pasos, esos pasos que temía y que resonaban en sus oídos amenazantes.
Por lo general, si ella lograba pasar desapercibida ante el enojo de su marido, podía ir a acurrucarse al lado de sus crías en poco tiempo, únicamente con un par de moretones sobre su cuerpo. Pero ese día, ese día las cosas fueron muy distintas. Comparar a ese hombre con el diablo quedaba corto, pues hasta el ángel caído parecía tener más signos de humanidad en sus actos. En cambio, su marido una vez encabritado era capaz de sacar su lado más brutal y sádico. Y ese día, el día que quedaría marcado para siempre en su memoria y en la de sus hijos, el padre daría muestra del nivel demencial al que su mente enferma había llegado.
El marido entró a la casa tropezando incluso con sus pies, su cerebro atontado por las grandes cantidades de etanol ingeridos, parecía incapaz de coordinar sus propios pasos. Ella lo vio llegar con miedo, le sirvió un plato de comida al instante, mientras hacía lo posible por evitar el contacto directo con sus ojos. Él, disgustado con la vida, comenzó a gritarle una serie de reclamos sosos, que solo parecían un pretexto para iniciar con su perversa rutina de agresiones. Ella intentó evadir los zarpazos que en forma de groserías e insultos se tejían como telarañas en su cabeza. Con agilidad logró esquivar los objetos que él le lanzaba torpemente a causa de su embriaguez. Cansado de no acertar en el blanco, decidió arrojarse en su petate con la convicción de que una vez recuperado, no habría ningún impedimento para cumplir con su misión.
Ella esperó, silenciosa. Hasta que se convenció de que el sueño lo había vencido y que tendrían que pasar varias horas para que su marido despertara e intentara terminar con la discusión. Eso ya había ocurrido antes, por eso ella pensó que podría ser una buena señal, pues una vez que pasaba el efecto del alcohol, el marido parecía menos interesado en marcar a golpes su territorio. Así fue como poco a poco ella se acercó al rincón donde sus hijos dormían y se perdió en un sueño profundo, cerrando sus ojos y apagando sus pensamientos. Es curioso cómo al dormir, nos abandonamos al vacío, al mundo de los sueños en donde nuestra realidad parece pesar menos.

Pasaron unas cuantas horas, ella dormía tan profundamente que no se percató del momento en el que el marido se puso de pie. Y mucho menos pudo escuchar al hombre que entre las sombras buscaba un lazo de buen tamaño y cortaba una vara de manzano lo suficientemente aguda para impregnar su huella en la piel, pero resistente de tal modo que no se pudiese quebrar con el uso. Una vez que las armas estuvieron listas, él se acercó con un sigilo espectral hasta el sitio donde ella aún vagaba plácidamente entre sueños, cuando su mente rememoraba los pocos momentos felices de su infancia.
Ella recordaría por el resto de su vida el momento en el cual despertó bruscamente al sentir la soga que alrededor de su cuello le cortaba la respiración. El marido apretando fuertemente la cuerda, la jalaba obligándola a salir de la casa rumbo al jardín. En su desesperación, ella trataba de defenderse aferrándose a objetos que terminaban cayendo de sus manos, que poco a poco perdían la fuerza a causa de la asfixia. Una vez afuera, cuando ella parecía perder el conocimiento, él quitó el lazo de su cuello y con singular destreza la inclinó sobre un árbol al que ella se abrazó intentando sostenerse. Con la misma cuerda que minutos antes la había sometido, el marido le amarró los brazos que rodeaban el tronco del árbol, inmovilizando su cuerpo por completo.
Ella intentaba reaccionar, pensar, pero la falta de oxígeno en sus pulmones todavía le nublaba la mente. Solo cuando él le arrancó la ropa, para dejar descubierta su espalda, ella se dio cuenta que el martirio estaba muy lejos de terminar. Con la vara de manzano que previamente había cortado y limpiado, mientras su mujer y sus hijos continuaban aún dormidos, él descargó furiosamente contra ella su ira en forma de latigazos que le destrozaban la piel. La golpeó con toda la fuerza que su frustración le permitía. Desgarró su espalda sin importarle el fluido carmín que emanaba de las heridas, mismas se ensanchaban como ríos de sangre, y que ella acompañaba de gritos desesperados. Los hijos se despertaron, aterrorizados por los sobrecogedores gritos de la madre, que entre llantos y bramidos pedía ayuda. Ayuda que jamás llegaría, pues en esos lares la gente prefería hacerse de oídos sordos para evitar enfrentar los demonios comunes que eran parte de las buenas conciencias del pueblo, y sus vecinos no eran la excepción.
Los hijos lloraban impotentes, al ver al padre masacrar a su madre con tal perversidad que sus pequeñas mentes no podían comprender. El mayor tenía tan solo ocho años, quería ayudarla, pero sabía que sus fuerzas infantiles jamás podrían detener a esa bestia embravecida con su presa. Además, tenía mucho miedo, así que lo único que pudo hacer fue abrazar a sus hermanitos mientras les pedía que se cubrieran los ojos, que no voltearan a ver a mamá. Pasaron segundos, minutos, que para la madre y los hijos parecieron horas, hasta que él, cansado y sin fuerzas, finalizó la tortura. Se podían ver los primeros rayos del sol a lo lejos, cuando el padre salió de la casa a buscar lo necesario para curarse la maldita resaca del cuerpo, porque la de la moral no la conocía.
La madre, casi inconsciente por el dolor, les pidió a sus pequeños que le ayudaran a liberarse de la cuerda. Cuando por fin pudieron deshacer los nudos que la sujetaban, ella se dejó caer de rodillas, sin fuerzas suficientes para sostenerse. El cuerpo entero le dolía, le punzaba, incluso los rayos del sol que comenzaron a posarse sobre sus heridas le laceraban hasta el alma. Ella le pidió al mayor de sus hijos que fuera en busca de sus abuelos, el niño salió corriendo con tanta urgencia que olvidó abrigarse, pero no le importó, porque ningún frío podía ser más grande que el que sentía en el corazón. Mientras ella veía a su pequeño alejarse velozmente, le daba instrucciones a su hija sobre cómo debería de poner a hervir unos trapos que pudieran servirle de compresas. La niña apenas si podía ver lo que hacía, sus torpes manos temblorosas limpiaban constantemente sus lágrimas, era incapaz de detener el llanto que parecía brotar de lo más profundo de su ser, como el agua del manantial que emerge de la tierra.
Leonardo, el más pequeño de sus hijos, la miraba con tristeza, con miedo. No se atrevía a acercarse, casi como si creyese que con solo aproximarse a ella podría lastimarla más de lo que ya estaba. La madre se dio cuenta e intentó lanzarle una mirada de cariño para calmarlo, pero no pudo hacerlo, sus fuerzas se le agotaban lentamente. En un esfuerzo sobrehumano, la madre le pidió al chiquillo que entrara a la casa a buscar una botella de alcohol que estaba cerca de la despensa. El niño obedeció las indicaciones y un par de minutos más tarde se acercó a su madre para entregarle su pedido. Ella, exhausta e incapaz de levantar siquiera los brazos, le explicó cómo tenía que mojarle la espalda con ese líquido, para ayudar a que las heridas pudieran curarse más rápido. Y el pequeño, llorando, siguió al pie de la letra las instrucciones, asustado al ver las heridas abiertas por la vara de manzano, cual profundos surcos sobre la tierra seca.
Muchos años después, Leonardo recuerda el dolor que le oprimía la garganta, el hueco en el estómago, el mareo que le nublaba la vista, el temblor de sus manos pequeñas al arrojarle el mordiente líquido en la espalda de la madre, mientras ella se estremecía y ahogaba los gritos para intentar fallidamente no asustarlo más. Recuerda cómo sus lágrimas se mezclaban con el alcohol que caía lentamente sobre las heridas; recuerda que en ese momento ella dejó de hablarle repentinamente y cayó desmayada sobre el pasto rojizo, coloreado de ese tono con su propia sangre. Leo casi no habla sobre ese día y mucho menos sobre el padre. Muy pocas veces lo he escuchado contar episodios de su infancia y en esas ocasiones me ha dado la impresión de que el dolor no lo ha abandonado, que se aferra a él silenciosamente.
Es difícil que los hermanos platiquen sobre ese siniestro día, pero las pocas veces que lo han hecho lloran quedito, por dentro, evitando las miradas de otras personas y ocultando el dolor que décadas después siguen sintiendo en el corazón. La tristeza se asoma en sus ojos al recordar, al rememorar cada golpe, cada grito. Cuando los escucho puedo ver a esos niños que fueron, esos chiquillos que no han podido curar su alma. Que lloran a la madre que se fue disolviendo en el viento con el paso de los años, hasta que agotada de su vida terminó por perderse en el horizonte.