El vuelo de las mariposas.
Nació en una noche de tormenta, el cielo lloraba mientras intentaba respirar. Ella permanecía quieta y abría sus pequeños ojitos con dificultad. La partera dijo que a veces eso ocurría cuando tardaban tanto en sacar a los chamaquitos, pero que ese tono azul en la piel poco a poco desaparecería. Y en efecto, con el…
Nació en una noche de tormenta, el cielo lloraba mientras intentaba respirar. Ella permanecía quieta y abría sus pequeños ojitos con dificultad. La partera dijo que a veces eso ocurría cuando tardaban tanto en sacar a los chamaquitos, pero que ese tono azul en la piel poco a poco desaparecería. Y en efecto, con el paso de los días su cuerpecito comenzó a tornarse rosado y lloraba a grito abierto, a tal grado que podían escuchar su llanto en todo el pueblo.
La llamaron Rosario, como a su abuela, y la recostaron en una hamaca para que con el movimiento durmiera cómodamente. Era una pequeña con sonrisa de sandía, ojos almendrados y nariz achatada. Podía permanecer por horas recostada en la hamaca, prácticamente sin moverse, hasta que tenía hambre y comenzaba a llorar sonoramente. Todo parecía normal con ella. «Es una bebé muy tranquila», decía su madre. Pero conforme transcurrían los meses, otra historia comenzó a hacerse patente. Chayito se movía con dificultad, no sonreía. A los ocho meses de edad continuaba sin sostener su cabecita. Tardó para caminar, y ni se diga para hablar. «Es una niña que va a su tiempo», decía su papá para tranquilizar a la madre que veía una enorme diferencia, en comparación con el crecimiento de sus otros hijos.
Entre tropiezos y llantos transcurrió la infancia de Chayito. Cuando estaba a punto de convertirse en una señorita, todavía corría a esconderse debajo de la cama cuando escuchaba los chillidos de los puercos en el matadero. Sus padres envejecían con la preocupación constante por el futuro de su pequeña, cuya inocencia no desaparecía a pesar de que su cuerpecito cambiaba y se volvía más notoria. La aislaron del mundo por temor a que fuese agredida por aquellas bestias que podían aprovecharse de su mente infantil. La escondieron entre las paredes de la casa, como un pequeño gorrión enjaulado, para evitar que palabras venenosas llegaran a sus oídos. Le inventaron un mundo al interior de su jardín, el único espacio donde podía correr, brincar y soñar.
Chayito creció hablando con las mariposas, preguntándoles sobre el mundo que había fuera de las paredes que la contenían. Entre cada aleteo le parecía escuchar historias fascinantes de montañas lejanas y pueblos coloridos. Hablaba con el hombre de la cruz y le pedía que cumpliera sus sueños de aventuras que imaginaba todos los días desde ese diminuto jardín donde pasaba horas recostada con la cara al sol.
El día que su padre murió, la casa se volvió sombría. Su mamá tuvo que dejarla sola para ir a hacer todos los arreglos necesarios para el funeral. Las mariposas le contaron a Chayito que desde ese momento tendría que hablar con su papá a través de ellas, porque ahora las acompañaría en su viaje. Las horas pasaron y Chayito asustada y preocupada de que algo le pudiera ocurrir también a su madre, decidió salir de su encierro para buscarla. Ella no conocía el mundo, no conocía a las personas. Por eso cuando un vecino le dijo que la ayudaría a buscar a su mamá, no lo pensó dos veces y se fue con él. La llevó a una casa donde estaría su madre, o eso fue lo que le dijo durante el camino mientras la llevaba de la mano, mirando ansiosamente hacia todos lados.

Cuando llegaron al lugar, Chayito comenzó a buscar a su madre en las habitaciones, pero no la encontró. El vecino le mostró unos dibujos de paisajes para entretenerla. Él le explicó que tenían que esperar ahí hasta que llegara su mamá, que le había pedido que la cuidara mientras ella volvía. Después de unas horas, una mariposa apareció en la ventana como si quisiera advertirle a Chayito que algo estaba por ocurrir. Chayito comenzó a angustiarse y a llorar pidiéndole al hombre desconocido que la llevara de regreso a su hogar.
El hombre intentó calmar a Chayito con dulces, sin embargo no fue suficiente. Después de horas de verla llorar, desesperado de que alguien pudiera escucharla, la golpeó hasta que reinó el silencio. La golpeó como pudo, primero a mano limpia, a puñetazos. Después a patadas, sin importarle que ya no se moviera y que su sangre estuviera por todos lados. El llanto de Chayito había despertado en ese hombre una mezcla entre odio y asco, quizá porque eran los únicos sentimientos que despertaba en las mujeres. Mientras ella yacía en el suelo, él le desgarró la ropa, la piel, sus entrañas. Le cubrió la boca con un trapo sucio y como vil demonio desgarró su cuerpo. Mordió, rasguñó y maltrató cada centímetro del cuerpo de esa pequeña chica, que hasta ese momento desconocía que tanta maldad en el mundo era posible. Cada lágrima de dolor que salía de los ojos de Chayito era como una dosis de euforia para ese animal. Una vez que terminó con su acto de crueldad, la arrastró hasta el pozo que se encontraba a las afueras del pueblo y ahí la tiró como un despojo inservible.
Su madre la buscó por días, con el corazón a punto de estallarle. Recorrió las calles, las casas del pueblo, preguntando a todo el mundo por si alguien había visto a su hija. Fue al palacio municipal donde le dijeron que empezarían a buscarla, después de interrogarla inquisitivamente sobre sí Chayito tenía algún novio con quien hubiese podido irse. La mamá de Chayito les explicó mil veces las condiciones en las que su hija se encontraba y que era imposible que se hubiese ido con alguien, pues ella no conocía a otras personas. La mandaron a su casa diciéndole que harían lo posible y que la mantendrían informada.
La madre de Rosario, con ayuda de algunas vecinas, comenzó a buscarla en todos los lugares donde temía que podría encontrarla. Fueron tres días de búsqueda intensa hasta que una señora le dijo que había un cuerpo en el pozo empedrado y que los policías ya se encontraban allí. Sin pensarlo, su madre corrió en dirección al viejo pozo; y al llegar sintió morirse al ver la cara de su pequeña hija, de su inocente y tierna Chayito en el suelo húmedo. A su alrededor las mariposas revoloteaban formando arreboles. A la mamá de Chayito nadie le explicó lo que pasó, nadie sabía lo que había ocurrido. Los policías le dijeron solamente que la niña tenía señales de violación, pero que al preguntar a todas las personas que vivían cerca del lugar, todos respondieron que no habían visto ni escuchado nada.
Desde entonces, una cruz rosa yace a un costado del pozo empedrado, una cruz que visita todos los días una anciana que con enorme esfuerzo adorna con flores blancas. Esa anciana llora sin cesar, arrodillada frente a ese sitio donde vio por última vez a su pequeña. Sus lágrimas ruedan entre las piedras y golpean la tierra con tristeza. Esa anciana no encuentra consuelo y se pregunta todo el tiempo: ¿Qué hizo Chayito para merecer ese dolor? ¿Cómo es que Dios permite que exista alguien con la sangre tan fría para lastimar a una pequeña de esa manera? La vida se le va en culparse y maldecirse por no estar con Chayito el día que desapareció. Sus últimos años le parecen una eternidad y un infierno de dudas sin respuestas. En su agonía le pregunta a las mariposas por su hija y éstas le responden que Chayito revolotea entre ellas, feliz, con la cara al sol, y que desde ese infinito cielo la mira con amor.