El tormento de las muertas
Crónica para el día de las Muertas, se trata de un diálogo entre dos mujeres víctimas de feminicidios, en el contexto de las celebraciones de noviembre en México.
— ¿Qué te pasa, Lucero?
— Nada, Lupe, ¡aquí ando tristeando! Nada más.
— ¿Otra vez la cruz rosa?
— Sí, como cada año. Nada me gustaría más que decirle a mi madre dónde está mi cuerpo, para que deje de buscarlo. Cada año mi mamá compra veladoras, flores y me pone una ofrenda acompañada de la cruz rosa que tanto la atormenta. Cuando llego hasta el altar, la escucho llorar y rezar por mí, suplicando a Dios que me tenga en el cielo como uno más de sus luceros. Después de horas de sollozos, de reproches, de lágrimas amargas, toma la foto de la ofrenda, la besa y se queda dormida en el sillón. Poco a poco pierde la noción de la realidad, parece que me está esperando como cuando yo salía de fiesta. Los ojos se le hacen largos mirando la puerta, esperando que entre a su casa, ya sea viva o muerta.
— ¡Pues sí, Lucerito, las mamás nunca olvidan! La mía continúa buscándome entre basureros, en baldíos, en el desierto, en cualquier lugar donde las otras madres buscadoras digan que les han dado la alerta. Yo creo que en el fondo de su corazón ya sabe que no me va a encontrar viva, pero se aferra a la idea de tener una tumba donde llorar. Un lugar en donde pueda desahogar su dolor y, sobre todo, creo que lo que le falta es la certeza de saber que yo no estoy sufriendo. Pero este es el mal de las muertas, somos espectadoras de lo que le pasa a nuestros vivos, pero en silencio. ¡Al final de cuentas nos han callado!
— ¡Sí, caray! Lo que más coraje me da es la angustia que acompaña a mi madre. La frustración de no obtener respuestas. Ella sólo sabe que salí de mi casa un buen día a las 8 de la noche, que me iba a ver con unas amigas y que después de eso ya no volví. Yo intento hablarle en sus sueños, he intentado explicarle cómo pasaron las cosas. Quisiera decirle que yo sí pensaba volver. ¡Te juro que sí quería volver! Decirle que yo sé que no debí salir tan tarde de ese bar, que no debí tomar más de dos cervezas. Quisiera decirle que mi gran error fue confiar en Samuel cuando me dijo que me llevaría a mi casa. ¡En serio Lupe! Yo no quería nada con Samuel, ese tipo ni siquiera me gustaba. Pero… ¡se me hizo fácil! Acepté que me llevará y me subí en su camioneta.
— ¿Cómo fuiste tan ingenua Lucero? Estoy segura que tu mamá ya te había advertido de esas cosas. En México no se puede confiar así como así, porque luego apareces muerta… Aquí hay muchas que pueden confirmar lo que te digo.
— Eso es lo peor, que mi madre ya me lo había advertido. Pero siempre como buena necia que soy pensé que estaba chiflada, que sólo quería controlarme y que me decía todas esas cosas porque no quería que saliera sola y de noche. Así que como tonta me fui a trepar a la camioneta de Samuel, ¡ese hijo de la chingada! Ese cabrón ya llevaba tiempo invitándome a salir, me decía que yo era muy bonita y que quería algo lindo conmigo… ¡Qué va!
Esa noche, muy tierno conmigo, me dijo que no se iba a poder quedar tranquilo si yo me regresaba en taxi sola, decía que él era un caballero y prefería desviarse de su destino para llevarme a mi casa hasta asegurarse de que estuviera a salvo. ¡Y ahí voy yo, de tonta! Y me subí en su camioneta. Todo parecía bien al principio, Lupe, íbamos en el camino y puso música. Yo no tenía miedo, ¿cómo iba a tener miedo si lo conocía desde la secundaria? Pero en el trayecto me quiso tocar la pierna y yo le quité la mano de inmediato. Entonces me empezó a decir pendejadas. Que sí pa´ qué me hacía la santa, cuando todos sabían que andaba de puta, que era como las demás, nomás calentando cabrones para después verles la cara de pendejos, que si sólo cogíamos una vez, total, ya virgen no podía ser. Al principio me dio mucho coraje y le grité que detuviera la camioneta, pero el maldito aceleró más y se desvió por el camino de la terracería. Ahí fue cuando me di cuenta que las cosas sólo podían empeorar. Por unos segundos me paralizó el miedo, no sabía qué hacer, pero tenía la certeza de que si se alejaba más de la carretera me quedaría yo sola con él, a expensas de lo que quisiera hacer conmigo. Me acordé de las noticias que todos los días salían en la televisión, donde hablaban de chicas encontradas en las cunetas, en los moteles, en las calles… ¡Violadas y muertas! Mujeres torturadas, asfixiadas, con marcas de todo tipo de heridas; con sus cuerpos destrozados. Y ahí fue cuando entendí que eran ciertas esas noticias, que eran verdad esas 10 muertas al día por las que las feministas armaban tanto alboroto en las marchas. No sé qué pasó, pero mientras estaba paralizada observando la terracería por el parabrisas, una voz dentro de mí me dijo que era mejor morir rápido que esperar a que ese cabrón me matara lentamente. Abrí la puerta de la camioneta y me aventé estando en marcha.
— ¡Pinche Lucero! Yo habría querido tener tu valentía. Y entonces, ¿así fue como llegaste aquí?
— Pues creo que sí. ¡Ya no desperté! No sé a dónde llevó mi cuerpo ese cabrón. Seguro me enterró en el monte para esconder su culpa ¿quién le iba a creer que nada más porque sí me aventé de su camioneta? Y mientras mi madre sufre por no saber qué pasó conmigo, en una de esas el pinche de Samuel hasta fue a mi funeral, al final éramos vecinos y si no quería que sospecharán de él, no podía actuar de manera indiferente. ¿Te imaginas, Lupe? ¡Hijo de la rechingada! Me encabrona pensar que pudo ser capaz de abrazar a mi madre para simular consolarla, sabiendo lo que había ocurrido conmigo.
— ¡Ay, Lucero! Eso no es nada, hija… A mí me mató mi esposo. Todos los fines de semana llegaba hasta la madre de borracho y por todo quería discutir. Bueno, discutir entre comillas, porque sólo él gritaba mientras me golpeaba por lo pendeja que decía que yo era. Según él, yo no servía para nada. No servía para cuidar a mis hijos, no servía para limpiar la casa, cocinaba puras porquerías y hasta en la cama era una gorda que le daba asco. Por eso te digo, hija, que yo hubiese querido tener esos segundos que tuviste tú de valentía, a lo mejor así me habría marchado con mis hijos. Pero no, ¡siempre fui una cobarde! Y me quedé, a pesar de las golpizas, a pesar de las violaciones, a pesar todo me quedé. Como una buena esposa, sumisa y abnegada… ¡Chingada madre! No sé cómo no pude verlo, no sé cómo no pude darme cuenta que en cualquier momento se le iba a pasar la mano. Tal vez debí darme cuenta el día que me rompió las costillas con un bate, o el día que me agarró a patadas a pesar de estar panzona de mi hijo pequeño y me mandó al hospital, o el día que me rompió una botella en la cabeza porque supuestamente lo estaba ignorando. No lo sé, ahora que lo pienso y que no puede tocarme, ¡creo que sí me pase de pendeja! El día que me asesinó comenzó a golpearme como siempre, con lo que encontraba a su alcance. Yo había dejado a mis hijos horas antes en la casa de mis papás, porque en la noche se suponía que iríamos a festejar el cumpleaños de mi hermana. Pero yo no llegué… Mientras mi familia me esperaba Roberto me tenía golpe tras golpe en el suelo de mi casa. Al principio intenté esquivar los madrazos, pero no pude. Intenté defenderme, pero me sentía muy débil. Lo último que recuerdo no es el dolor, porque creo que en mis últimos minutos de consciencia mi cuerpo ya no sentía, ya estaba como anestesiado. Lo que sí recuerdo son sus ojos enfurecidos, sus gestos de rabia, su puño acercándose contra mi cara una y otra vez, su boca moviéndose muy rápido, ¡seguramente insultándome! Pero ya no podía escucharlo, mi cabeza poco a poco se fue apagando. Lo último que pensé fue en mis hijos y lo único que pude hacer fue suplicarle a Dios que los protegiera, que me ayudara para que se quedaran con mis padres. Y… ¡maldita sea! Ya no sé de qué sirve llorar.
— ¿Pero están bien tus muchachitos?
— Sí, los he visto cada año que visito la ofrenda en casa de mis papás. Roberto les dijo a todos que yo abandoné a mis crías como una cualquiera. Que él sabía que yo tenía un amante y que por eso no merezco ni siquiera que lloren por mí. Su versión es que supuestamente ando de perra con cuanto cabrón se me acerca y que debo de estar de piruja en otro lugar, escondiéndome por vergüenza.
— ¡Ah, qué cabrón! Pero tus padres no creen eso, ¿o sí?
— ¡No, para nada! Te digo que mi madre me sigue buscando. Ya han pasado diez años y ella sigue escarbando en el desierto, rastreando en los basureros, pero… ¡Pa´ saber qué hizo ese cabrón con mi cuerpo! De alguna manera tuvo que esconderlo, para que todos creyeran la versión de que yo lo había abandonado. A veces escucho por las noches a mi madre, cuando reza. Intenta hablar conmigo, pero por más que le respondo no puede escucharme. Me dice que no me preocupe, que mis hijos están bien, que ella no iba a permitir que Roberto se los llevara. Me cuenta lo que hacen en la escuela, lo que pasa con sus vidas. Una vez me platicó que Manuelito andaba de novio con una compañerita de la escuela. Y que a Marianita se le ha metido en la cabeza la idea de ser feminista, que anda leyendo y leyendo libros, que le ha pedido permiso para ir a unas dizque marchas y que mi mami por miedo a que le pase algo mejor la acompaña y la observa de lejitos. ¡No sabes lo feliz que me hace saber que por lo menos ellos están bien! Que mi madre los ha cuidado y que no deja que se olviden de mí.
— Tu mami no debería dejar que tu hija vaya a esas marchas. Cuando yo estaba viva veía por internet que son muy peligrosas.
— ¿Qué puede ser más peligroso que el simple hecho de vivir en un lugar donde cualquier cabrón te puede asesinar si se le da la gana? ¡Nos matan porque pueden hacerlo y porque al hacerlo saben que no habrá justicia! Al principio yo también me preocupaba, pero la verdad es que no puedo hacer nada para protegerla, tendrá que aprender a cuidarse ella misma. Tendrá que encontrar la forma de evitar que le hagan daño y en verdad espero que aprenda eso. La extraño y quisiera verla, estar con ella, pero por nada del mundo me gustaría que llegara aquí antes de que pueda disfrutar de su vida. ¡Me volvería a morir si ella llega aquí como todas las demás chicas que aparecen, a pesar de que todavía no era su tiempo! Como todas esas mujeres que llegan aquí desorientadas, sin creer que su destino haya sido tan corto y tan cruel, como esas niñas que han sido asesinadas por el simple hecho de haber nacido mujeres en un mundo que parece despreciarnos. Este lugar está lleno de mujeres que ni siquiera pudieron despedirse de sus seres queridos, porque de repente se encontraron con un demonio que acabó con sus vidas y tuvieron que venir a acompañar a la parca.
— ¡Tienes toda la razón! Tan grande es nuestro culto a la muerte que todos los días camina a nuestras espaldas. Pero la pinche flaca parece tener preferencia por nosotras, no sé qué le debemos o qué le hicimos, a lo mejor hasta es lesbiana y por eso nos persigue tanto… ¡Ja, ja, ja!
— ¡Cabrona! ¡Ja, ja, ja! No es la muerte, Lucero, ella sólo llega por nosotras cuando ya fuimos asesinadas. Quienes nos matan son nuestros padres, nuestras parejas, nuestros familiares, nuestros vecinos o cualquier desconocido; nos matan fuera de nuestras casas y dentro de ellas. Destrozan nuestros cuerpos, los violan, los queman para después tirarlos o esconderlos. Nos mata cualquier pendejo y el pretexto es lo de menos. Nos matan porque es fácil hacerlo. Nos matan porque no hay justicia, porque el país donde nacimos nos odia… ¡Nos matan por ser mujeres!

Señora Parca voltéate a ver
otro triste pueblo que puedas joder,
si no por lo menos, sé justa esta vez
y chingate a esos que “nadie ve”.
A esos que matan por odio y placer,
que violan a niñas y ancianas también,
que asesinan a toda aquella que se diga mujer,
que parecen de verás a nadie temer.
Se dice que tú, mujer podrías ser
por eso esperamos puedas comprender,
que en México nos matan con tanto desdén
como cualquier cosa que se pudiera hacer.
Nos asesinan casi cual deporte nacional,
la muerte de mujeres hasta parece un carnaval.
Carnaval diabólico, de sangre y dolor,
carnaval luctuoso cubierto de odio y terror.
Ojalá algún día Dios se atreva a mirar
estas tierras que parece ha podido olvidar,
que se cubren de cruces rosas para recordar
a aquellas mujeres que no dejan de asesinar.