El día que murió la navidad.
Cuando era niña solía amar la Navidad. Amaba ir a la casa de los abuelos, correr en el patio persiguiendo las gallinas que criaba mi abuela. Me fascinaba el olor de las nochebuenas que decoraban cada rincón de la casa. Tengo muchos recuerdos de mi infancia recorriendo ese lugar, imaginando mundos fantásticos. Me gustaba cuando…
Cuando era niña solía amar la Navidad. Amaba ir a la casa de los abuelos, correr en el patio persiguiendo las gallinas que criaba mi abuela. Me fascinaba el olor de las nochebuenas que decoraban cada rincón de la casa. Tengo muchos recuerdos de mi infancia recorriendo ese lugar, imaginando mundos fantásticos. Me gustaba cuando se reunía toda la familia alrededor del fogón, cuando rompíamos las piñatas y reíamos con las ocurrencias del abuelo. Todos los años festejábamos Navidad juntos. Era una época maravillosa, los abuelos eran felices, los tíos cantaban y los primos jugábamos corriendo por toda la casa. No había peleas, no había enojos. Simplemente parecía que estábamos alegres todo el tiempo. Desafortunadamente, las cosas buenas tienen un final, siempre hay alguien que lo arruina.
En el caso de mi familia, las personas que arruinaron la Navidad fuimos mi hermana y yo. Recuerdo las últimas vacaciones decembrinas, que acudimos a la casa de los abuelos. Mis papás, alegres como la ocasión lo ameritaba, ayudaban con los preparativos del gran festín que tendríamos en Nochebuena. Faltaba un día, pero había muchas cosas que se tenían que preparar: el ponche con sus ricos olores frutales, los tamales tradicionales de la abuela, y por supuesto, los crujientes buñuelos bañados en miel. Yo tenía 8 años, así que mi mamá me corría de todos lados diciéndome: “más ayuda el que no estorba”. Mi hermanita era una adolescente de 12, “ya casi una señorita”, decían las tías. Y aunque ella ya podía ayudar en la cocina, no le gustaba meterse ahí porque decía que todas las señoras la trataban como una tonta.
Recuerdo que ese día por la tarde, la abuela estaba furiosa regañando a todo el mundo, porque a la tía Marce se le había olvidado comprar algunos ingredientes que necesitaba para los tamales. Así que decidieron que era necesario acudir al pueblo a comprar lo que faltaba. Se fueron casi todos los adultos: mis abuelos, mis papás, y mi tía Marce con el tío José. Y decidieron dejarnos a los niños con el tío Carlos, para que nos cuidara. Yo estaba contenta porque pocas veces podía jugar con Laurita y Toñito, los hijos de mi tía Marce. Invitamos como siempre a mi hermana, pero como ya se sentía adulta, nos dijo que ella no tenía ganas de jugar nuestros juegos bobos. Se estaba volviendo aburrida.
Mis primos y yo salimos corriendo al granero, era nuestro lugar favorito para inventar aventuras. Era tan divertido correr y saltar entre las pacas de rastrojo, imaginando que atravesábamos ríos de un solo brinco y escalábamos montañas enormes que tocaban el cielo. Mis primitos y yo estábamos tan felices que el tiempo se nos fue volando. Cuando nos dimos cuenta ya estaba oscureciendo, así que decidimos regresar a la casa antes de que fuera más tarde. Cuando llegamos, vimos a mi tío Carlos sentado en el sillón viendo la televisión. No vi a mi hermana, así que le pregunté a mi tío por ella, recuerdo que me miró con cara de fastidio y me dijo que seguro se había ido a acostar porque no se sentía bien. Se me hizo raro la forma en que me respondió, como si estuviera molesto, así que fui a buscar a mi hermana para saber si le dolía algo. Cuando entré a la habitación donde siempre nos quedábamos, la encontré llorando en la oscuridad. Me dio miedo, Leti nunca llora, es la hermana mayor más valiente que he conocido. Le pregunté qué le dolía y ella sólo me abrazó.
Pocos minutos después, escuchamos el ruido de la camioneta; ésa era la señal de que ya habían regresado los demás adultos. Leti se limpió las lágrimas y fue a lavarse la cara. Me pidió que no le contara nada a mis papás, porque ya le había dejado de doler la panza y no quería que se preocuparan. Yo no entendí por qué no quería que les dijera que le había dolido la panza. Me di cuenta en ese momento que me estaba ocultando algo. Pero como siempre le hacía caso le prometí no decir nada. A partir de ahí todo fue muy extraño.
Leti y yo salimos del cuarto y fuimos a la cocina, donde estaban todos platicando. La abuela ya estaba contenta porque ya tenía todo para preparar la cena de Navidad. Todos platicaban y reían, pero mi hermanita no sonreía, ni siquiera hablaba. Leti parecía triste, como si no quisiera estar ahí. Yo sabía que algo le había pasado, así que estuve sentada a su lado todo el tiempo. Aunque yo era tan solo una niña, había algo que no me gustaba en la forma en cómo el tío Carlos veía a mi hermana. Y Leti se comportaba cada vez más rara, le temblaban las manos, parecía un fantasma.
Al día siguiente, mi mamá, la abuela y las tías, se levantaron muy temprano para empezar con los preparativos de la cena. Mi papá y los otros hombres de la familia decidieron ir a ver las tierras del abuelo; mientras los niños, incluyendo a mi hermana Leti, nos quedamos en la casa viendo televisión. Leti seguía sin hablar, tenía los ojos rojos y no quería moverse del sillón. Le dijo a mi mamá que se sentía mal, que le dolía la panza y mi abuela le preparó un té que dizque para curarle el empacho. Todo el día Leti se quedó acostada sin decirnos nada, eso no era normal, porque ella siempre era muy divertida y risueña.
Por la noche llegaron todos los invitados. El olor a ponche inundaba toda la casa y la mesa lucía los platillos que con tanto esmero habían preparado las mujeres de mi familia. Estábamos a punto de cenar, cuando Leti le dijo a mi mamá que se iría a acostar a la habitación, porque le dolía todavía la panza. Mi madre comenzó a preocuparse, así que accedió a que Leti se fuera, no sin antes prepararle un té de manzanilla. Cuando mi hermana se fue, volví a sentir miedo, no sé cómo explicarlo. Algo me decía que Leti no estaba bien, así que salí corriendo a su habitación. Abrí la puerta rápidamente, y al entrar vi a mi tío Carlos encima de mi hermana, tapándole la boca con una mano mientras con la otra trataba de quitarle el pantalón. Ella intentaba gritar, pero con la fuerza de sus 12 años apenas si parecía resistirse. Carlos es el hermano menor de mi mamá que, para esos años, tendría por lo menos veinticinco.
Cuando vi lo que estaba pasando, salí corriendo, gritándole a mi mamá que mi tío Carlos estaba lastimando a Leti. Mi madre, en cuanto me escuchó, fue de inmediato a la habitación. Ahí encontró a mi hermanita llorando en el suelo, pero Carlos ya no estaba. Mi mamá corrió a abrazar a Leti, me pidió que entrara con ellas y cerró la puerta. Nos dijo que teníamos que contarle todo. Yo le dije lo que había visto. Leti, al principio no quería decirle nada, sólo lloraba; pero terminó contándole a mamá lo que Carlos le había hecho. Mi mamá lloró con nosotras, yo todavía no entendía lo que estaba pasando, solo sabía que habían lastimado a mi hermana.
Esa Navidad, fue desastrosa. Antes de salir de la habitación, mi mamá nos pidió que no nos alejáramos de ella; salimos tomadas de su mano. Jamás había visto a mi madre tan enojada. Cuando entramos a la cocina, mi mamá nos soltó y se fue directamente a golpear al tío Carlos. Él solo intentaba detenerla, diciéndole que nada de lo que mi hermana le había dicho era verdad, que solo era una tonta adolescente inventando cosas. Todo era un caos, todo el mundo gritaba. Ahí supe, que la Navidad había muerto para mi familia.
Y entonces, las cosas se pusieron peor. Mi papá también se le fue encima a Carlos, maldiciéndolo y amenazándolo. Todo parecía ocurrir muy rápido. Mi abuela corrió a defender a su hijo, deteniendo a mi mamá y diciéndole que no era posible que él hubiese hecho algo así. El abuelo y mis tíos trataban de detener a mi papá, pero les resultaba muy difícil porque él tenía más fuerzas. La tía Marce se acercó a mi hermana y a mí para abrazarnos. El tío José les pedía a todos que se tranquilizaran, para que pudieran hablar. Cuando se calmaron un poco los ánimos, la tía Marce nos llevó a todos los niños a otro cuarto para que cenáramos mientras los adultos platicaban del asunto.
Hasta el día de hoy desconozco lo que hablaron esa noche, pero yo me sentía muy mal. Recuerdo que no quería soltar a mi hermanita de la mano, sentía que tenía que cuidarla. Leti no dejaba de llorar, me decía que todo era su culpa, que tenía mucho miedo y que no quería que mis papás pelearan con los abuelos. No pasó mucho tiempo, cuando escuchamos de nuevo los gritos. Y unos minutos después, mi mamá apareció en la puerta de la habitación haciéndonos señas para que saliéramos con ella. Al salir vi a mi papá destrozado, se acercó a Leti y la abrazó. Mis papás sin decirnos nada nos llevaron a la camioneta.
Mi abuela intentó alcanzar a mi mamá, quería hablar con ella, pero mi mamá no dejó que la tocara y le gritó cosas muy feas. Mi madre le reclamó a mi abuela por no hacer nada, por defender a Carlos. Le gritó que no era posible que defendiera a un violador. Finalmente, mientras mi abuela lloraba, mi mamá le juró que las cosas no se quedarían así, que su hijo –el tío Carlos– pagará por lo que había hecho.
Salimos de la casa de los abuelos y nunca más volvimos. Ese día murió la Navidad.
