¿Cómo se construye una familia feliz?
Crónica de una ama de casa cansada de su rutina diaria, del cuidado de los hijos y del marido. En una narración breve, esta mujer relata los momentos ocurridos en su día a día dejando ver al lector lo agotador que puede ser permanecer en el hogar al servicio de su familia.
Relatos de una cansada ama de casa.
— ¡Ya les dije que se apuren! ¡Carajo!
Así comienzan mis días, con gritos y regaños para que ese par de mocosos se preparen para llevarlos a la escuela. Duermo exhausta y despierto cansada, estoy agotada todo el tiempo. La rutina me quema en las sienes y el dolor de espalda se ha convertido en mi fiel compañero por las noches. No puedo entender por qué les resulta tan difícil a mis hijos seguir instrucciones básicas: “¡Ponte el uniforme!, ¡cepíllate los dientes!, ¡termina el desayuno!”. Sin importar la forma en que les diga las cosas, parece que hablo con las paredes.
Cuando por fin terminan la última cucharada de cereal, salimos corriendo para que no lleguen tarde a la escuela. Al verlos entrar ahí, siento cómo mis hombros se aligeran por un momento. El tiempo que mis hijos pasan en la escuela es el único momento del día en el que puedo tener un descanso para mí. Regreso a casa, me preparo un café y me siento una hora a ver un capítulo de mi serie. Disfruto cada sorbo, la textura de los cojines de mi sofá, pero sobre todo disfruto del silencio. Mis hijos se han convertido en una fuente inagotable de ruido, ruido sofocante, ruido fastidioso, ruido chillante que me taladra los oídos.
Después de mi hora de descanso, vienen las tareas domésticas. Limpia aquí, desinfecta allá, lava la ropa, pule los pisos, prepara la comida. Es increíble la cantidad de veces en las que he fantaseado con ser una empleada doméstica, para tener un horario de trabajo fijo y recibir el pago por mis servicios al finalizar la semana. Mi realidad es otra, no hay descansos, para mí no existen los días festivos ni las vacaciones, porque incluso en ellas tengo trabajo por hacer.
Así transcurre mi mañana, entre vapores de la cocina, el olor desinfectante del cloro y los estornudos que me ocasiona el polvo al removerlo de los muebles. Los uniformes quedan listos en los armarios para que sean utilizados por los torbellinos que son mis hijos. Las camisas impecables para que mi marido vaya a la oficina con la altivez que lo caracteriza. La casa reluciente, con pisos que brillan y que dan la bienvenida con su majestuoso olor a lavanda. Mi madre estaría orgullosa de ver la gran ama de casa en que su hija se ha convertido, con un hogar digno de admiración para los visitantes.
Miro el reloj y la tristeza regresa a mi lado, es momento de ir por mis hijos al colegio. Voy de prisa, para evitar ser la madre irresponsable que por no llegar a tiempo pone en riesgo a sus pequeños fuera de la escuela. Se abre el portón y parece que una gran manada de búfalos es liberada. A lo lejos veo a Raulito que con sus brazos abiertos se aproxima a mí como si no me hubiese visto en años, me abraza y me besa como quien ha estado añorando conocer al personaje favorito de sus caricaturas. Esa soy yo; sólo la caricatura de lo que alguna vez soñé con ser. Lo abrazo, él no tiene por qué saber sobre mis sueños perdidos. Y sin darme cuenta, de repente veo a Luis, mi hijo adolescente al lado mío, con su eterna cara de fastidio. Supongo que me estoy acostumbrando. Luis, como todos los chicos de su edad apenas si me ve y me dice: ¡ya vámonos mamá! Supongo que a todos los adolescentes les llega el momento de avergonzarse de las muestras de afecto de su madre en público.
Vamos de camino a casa y mientras Raúl me cuenta cada uno de los detalles de su día, hasta los más insignificantes, Luis apenas si me dirige la palabra; y cuando le pregunto algo sólo sabe contestar con un: “ajá”, “sí” y “no”. Es más fácil hablar con un gato que con este puberto, al menos creo que un gato podría ser menos huraño que él. Llegamos a casa y mientras caliento la comida vuelvo a utilizar mi voz de comandante para gritarles que se laven las manos y acomoden la mesa.
Durante la comida platico con Raulito, que siempre me pregunta por todo: “¿mami, por qué los leones cazan animales?”, “¡Mami! ¿Por qué el arcoíris solo tiene siete colores?”, “¡Mami! ¿por qué tenemos que ir a la escuela?”. Y la peor pregunta de todas: “¿por qué no sonríes mami?”. ¿Qué le respondes a un niño cuando te pregunta eso? ¿Le dices que no sonríes porque no quieres hacerlo? ¿Le dices que se te agotaron las energías hasta para reír o que tu vida es tan frustrante que las sonrisas se han convertido en un lujo que hace mucho no te puedes permitir? Prefiero forzar una sonrisa y decirle a mi pequeño hijo: “sí sonrío mi amor, ¿ves?”.
Mi hijo Luis se da cuenta de mis mentiras, pero está tan ocupado en sus propias insatisfacciones que prefiere no evidenciar las mías. Se pone sus audífonos para no tener que escuchar las conversaciones sosas que tengo con su hermanito, quizás al igual que yo está cansado de la vida monótona en la que estamos. Cuando me dirige la palabra es para pedirme cosas, para avisarme que tiene trabajos de la escuela que debe ir a hacer con sus compañeros o simplemente para decirme “gracias” al terminar la comida y con ello cumplir con el ritual que lo llevará a su habitación, a su guarida. Ese espacio donde puede pensar y escuchar música sin ser molestado.
Por la tarde es el momento de pasar tiempo con Raulito, empezamos por hacer sus tareas del colegio. Le explico, una y otra vez, cómo se deben de hacer las sumas de fracciones, pero… ¡es imposible! En verdad lo intento, le enseñó de diferentes formas, me apoyo con ejemplos sencillos, he llegado a partir manzanas para que él pueda entender por qué un cuarto de manzana más otro cuarto de manzana es igual a media manzana. Pero a pesar de mis esfuerzos, cuando creo que ya lo comprendió y le pregunto, termina mirándome con cara de confundido sin poder responder la operación. Me fastidia, me cansa y termino sin mejor alternativa que decirle que tomemos un descanso. Lo dejo que vaya a ver televisión media hora, para que despeje su mente y después, vuelvo a sentarlo en la mesa del comedor y reinicio mi tarea de educadora.
Cuando por fin terminamos las tareas, Raúl corre a su cuarto a jugar. Mientras yo regreso a la rutina de lavar trastes y planchar ropa. Me sorprende cómo las labores del hogar nunca finalizan, ya que siempre hay algo que limpiar o recoger. Observo nuevamente el reloj para comprobar que Alfredo no ha llegado a la hora que tendría que estar aquí. Pero recuerdo que es viernes y seguramente es uno de esos días en los que debe de continuar con sus reuniones de trabajo en algún bar con sus compañeros. Antes me molestaba mucho que se fuera después de la oficina a “trabajar” con sus colegas, ahora me da igual, porque al menos no tengo que aguantar sus quejas constantes por lo “insoportable” e “incompetente” que es su jefe. Aunque se le ha hecho una costumbre “trabajar” hasta tarde los viernes, cuando llega a casa se va directo a dormir y no fastidia con sus aburridas conversaciones.
¿Se queja de su trabajo? ¡Caray! Ya quisiera yo salir de esta casa y tener una vida fuera de estas cuatro paredes que se han convertido en mi reclusorio. Antes de que mis hijos nacieran yo era feliz con mi empleo, todos los días hacía cosas distintas, hablaba con gente diferente y firmaba contratos con clientes que siempre tenían temas importantes qué discutir. Ahora, mis conversaciones se limitan a: “¿cómo te fue en el colegio?,” o “¿qué tal estuvo tu día?”; mientras nadie parece interesado en mis rutinas cotidianas.
Se hace de noche y mis hijos se van a dormir. Luis me recuerda que mañana es su partido y que necesitará su uniforme de fútbol limpio. Raulito me da un beso para despedirse y se va a acostar sin mayor dificultad. ¡Por fin! El silencio regresa a acompañarme. Mientras me fumo un cigarrillo y observo por la ventana, recuerdo la maravillosa vida que tuve antes de ser mamá. Añoro aquellos tiempos en los que mi vida me pertenecía, cuando tenía tiempo para hacerme las uñas y salir con mis amigas. Cuando fumaba desde la terraza de un café tranquilo, al conversar con mis colegas del trabajo sobre el maravilloso futuro que nos esperaba a la vuelta de la esquina.

Me dejo arrastrar por mis recuerdos hasta que escucho el auto de mi marido. No sé por qué, a pesar de que me siento tranquila cuando no está, también me enoja que se tarde en llegar. No es que necesite que llegue a casa y pase tiempo conmigo, más bien me molesta que él tenga momentos para disfrutar de su vida fuera de estas paredes, que disfrute de ese tiempo relajado que a mí se me ha negado por maternar. Apenas entra y yo me lanzó a su yugular con reclamos, con preguntas; mientras él me ignora y me llama histérica. Esa ha sido la base de nuestra relación en los últimos años; él se ausenta mientras yo reclamo, él me ignora mientras yo le aborrezco. Cuando se cansa de mis quejas termina la discusión con su clásico “¡me tienes harto!” y se va a dormir con la certeza de que mañana despertará y me verá dormir a su lado.
Al escuchar que se cierra la puerta de nuestra habitación, regreso a mi estado de reflexión desde el sofá, vuelvo a mis fantasías en las que me imagino que mis hijos han crecido y se van de la casa. Imagino escenarios en los que dejo a mi marido y me voy yo sola a conocer el mundo, como tantas veces lo imaginé de joven. Un recordatorio me hace volver a mi realidad, y es que mañana iremos a comer a casa de mi suegra. Después del partido de Luis, acudiremos a ese maldito lugar con nuestras mejores caras, para pasar horas de letanías con la adorada familia de Alfredo.
Estaré ahí con una sonrisa forzada, mientras escucho a mi insoportable suegra contar una y otra vez la historia de cómo crió a sus hermosos hijos; mientras nos demerita a todas las demás mujeres por nuestra forma de crianza. Estaré ahí contándoles a todos las maravillas que trae consigo la maternidad, lo mucho que aprendo todos los días de mis pequeños y la gran satisfacción que es verlos crecer. Estaré ahí compartiendo consejos con mis cuñadas sobre las técnicas que utilizamos para que nuestros hijos sean chicos educados y obedientes. Estaré ahí fingiendo cariño a mi esposo, para que todos puedan sentirse opacados por nuestra felicidad y afecto. Estaremos ahí aparentando una alegría inexistente, estaremos ahí para que nadie ponga en duda la hermosa familia que hemos construido. Para que después de todas esas mentiras, podamos regresar a nuestra rutina de gestos y gruñidos, en la que mis hijos y mi esposo tienen una vida mientras su esclava trabaja sin descanso.
Después del fin de semana familiar regresaré a mi rutina de limpieza y servicio, a mis actividades domésticas que nadie reconoce pero de las que todos se benefician. Haré lo mismo que hago día a día, porque es necesario. Aunque mi hermana me diga constantemente que debería regresar a trabajar y dejar a mis hijos al cuidado de alguien más, no puedo hacerlo. ¿Qué clase de madre sería si no me hago cargo de mis propios hijos? Si alguien escuchara mi relato tal vez pensaría que odio a mi familia, pero no es así. Amo a mis hijos con todo mi ser, pero eso no me impide pensar: ¿cómo sería mi vida sin ellos?