Cien no alcanzan
Mirarse al espejo toma en las noches de sábado un significado diferente para Camila, una especie de fantasma se le sube al rostro: sombra funesta que intenta ocultar con labial. Carmín es el color de la media noche, tacones dorados en los zapatos que han de llevarla al burdel.
Historia real de una joven trinitaria
Mirarse al espejo toma en las noches de sábado un significado diferente para Camila, una especie de fantasma se le sube al rostro: sombra funesta que intenta ocultar con labial. Carmín es el color de la media noche, tacones dorados en los zapatos que han de llevarla al burdel.
–La casa de Ana huele a viejo. Ni todo el perfume traído por los extranjeros puede quitarle el olor a rancio– Piensa, mientras advierte desde la acera el edificio casi derruido.
Inhala con fuerza, camina hasta la reja. Tres toques rápidos abren el portón, Yordan espera de brazos cruzados frente a la escalera. «El cazador», le dicen, «El cazador de putas», para ser exactos. Se lo ha tatuado en el antebrazo como si la marginalidad que exuda no fuera evidente. Aprendió a robar con 15 años, en 3 pasó de carterista a traficante de habanos; ahora tiene 24, su ocupación la exhibe en la piel cual cicatriz de guerrero.
–Arriba te esperan– Escupe al suelo. –Dice la jefa que tengas cuidado con negarte a nada. Jhon es un cliente especial– Esboza una media sonrisa que descubre un diente dorado.
Camila sabe a qué se refiere con eso de especial: un gordo canadiense de 60 años que paga precio doble por menores que satisfagan sus fetiches exóticos.
Sube los escalones de mármol, al final del pasillo la puerta entrejunta deja ver una espalda a contraluz que habla un inglés rápido. Del otro lado del teléfono canturrea una voz infantil. El hombre voltea, encuentra a una joven menuda de piel tostada y rizos sueltos.
–Entra preciosa– Exclama al tiempo que deja el teléfono sobre la mesilla de noche.
Se acerca, le acaricia el rostro, levanta con los dedos el mentón avergonzado de la chica.
–¿Verdad que tienes 16?– Un “sí” entrecortado sale de una boca pequeña frente a él, la misma boca que minutos más tarde besa apretando los ojos para no pensar.
Las manos toscas de Jhon desvisten el cuerpo de la chica. Camila clava la vista en el techo, juega a adivinar formas en las manchas de humedad, ha aprendido a salirse de sí misma. Divaga en los recuerdos, siempre regresa a sus 10 años cuando su mamá se fue.
–Vuelvo pronto– le dijo su madre. Nunca lo hizo, tampoco escribió. Desde entonces vive con la abuela.
–Si me viera ahora le daría un infarto– se dice para adentro. –Abuela tiene una esperanza ingenua, todavía espera noticias de aquella, como espera que mi padre siente cabeza y salga de la cárcel. A mí se me ha roto la inocencia, una jubilación no rinde un mes, menos para llevar comida los domingos–.

La lengua húmeda devora las piernas rígidas, los ojos centellean en la oscuridad. La chica siente el impacto en las rodillas, agarra las sábanas y cuenta los segundos. Un brazo peludo la voltea, ella se retuerce:
–¡Eso no!– le grita.
–¡Es parte del trato!– responde una voz sofocada. Camila lo empuja. El brazo la agarra del cabello. Le toma las manos, la chica cae de bruces en el suelo. –No te resistas– dijo él.
De rodillas queda ella, con marcas en la espalda, mientras mira las gotas de sus ojos en el piso.
–Ha estado bien– dice él, y pone sobre la cama el dinero. Camila acuclillada en una esquina del cuarto se abraza a sí misma, hunde el rostro entre los rizos revueltos. Diez minutos más tarde baja las escaleras. El perro guardián vigila apoyado en el barandal:
–¿Y lo mío?– pregunta Yordan.
–Hoy no te toca nada, eso no lo habíamos acordado,– dice con la soberbia de los humillados.–
–A mí no me cuentes tus problemas, a mí me pagas o te caigo a golpes ahora mismo–. Los ojos de Yordan se exaltan, ella lo mira de frente y le escupe la cara con el último vestigio de su orgullo.
Llega a casa con barro en los tacones. Prende la luz y camina hasta el espejo. Mañana deberá ocultar un fantasma más evidente: el ojo palpita por el golpe, el costado crepita al respirar. Pone el billete arrugado frente al espejo.
–Cien, cien no alcanzan para olvidar–.