¿Aceptar los golpes o correr?
Crónica sobre una mujer que decide escapar de su casa con su hijo pequeño en brazos, después de los maltratos y de la desaparición del padre de su hijo.
Basada en hechos reales
¿Qué haces cuando la vida te golpea? Con mi padre aprendí que tienes dos opciones: soportar los golpes o correr. Los momentos que más recuerdo de mi infancia siempre se encuentran asociados con los maltratos a mi madre, los maltratos a mis hermanos y hermanas, y por supuesto con las propias golpizas que recibía por parte de mi padre. Así crecí, como muchos niños que aprenden a temer a su padre, que lo respetan más por el miedo que le tienen que por el cariño que pudiese existir. Recuerdo que a mi padre no le gustaban las personas flojas e indisciplinadas, por eso intentaba por todos los medios que sus hijos fuésemos trabajadores, que fuésemos disciplinados y que nos comportáramos como “hombres y mujeres de bien, como buenos cristianos”. Cuando sus palabras y regaños no eran suficientes, utilizaba la violencia y los golpes para conseguir su cometido. En mi casa la autoridad era mi padre, nadie más. Y mi madre, con la cabeza gacha, siempre le daba la razón y nos consolaba cuando no podía verla.
Durante mucho tiempo pensé que eso era normal, mis hermanos también lo pensaban. Pero con el paso de los años me fui dando cuenta que todos lo aceptaban con la esperanza de que, en algún momento, pudiesen salir huyendo de ese lugar. Así pasó con mis hermanos y hermanas mayores, en cuanto tuvieron la posibilidad de escapar de esa realidad lo hicieron. Algunos se fueron a trabajar lejos de casa y otros decidieron formar sus propias familias en otro sitio. De alguna manera, yo también esperaba eso. Cuando conocí a Rubén pensé que mi realidad sería parecida a la de mis hermanas mayores. Es decir, conocer a un muchacho trabajador, presentarlo con mis padres, salir de la casa vestida de blanco y hacer mi propia vida en adelante. Eso era lo que yo había visto y esperaba que fuera lo mismo para mí, era la única manera que veía posible para dejar de habitar esa oscura casa que mis padres llamaban hogar.
Rubén y yo nos veíamos a escondidas, porque mi padre temía enormemente que alguna de sus hijas fallara, dejando de ser virtuosa. Conocí a Rubén en el pueblo, cuando mi madre me enviaba a comprar las cosas necesarias para que pudiera cocinar y alimentar a su familia. Rubén me acompañaba hasta cierto tramo del camino, mientras me contaba de sus sueño de ir a Estados Unidos y ganar mucho dinero para tener su propia casa y un negocio. Cuando me relataba todo aquello que él soñaba con tener, yo me emocionaba porque parecía algo tan imposible, pero al mismo tiempo hermoso, pues en su futuro me veía con él a su lado, teniendo unos hermosos hijos que él soñaba con que sí pudieran ir a la escuela, no como nosotros.
Yo tenía tan sólo 15 años y no conocía a nadie más, así que los sueños de Rubén alimentaban mis propios sueños. Soñamos tantas veces con esa hermosa vida, con esa linda familia, que ahora que lo recuerdo siento un vacío en mi corazón, ese vacío que produce el “qué hubiera pasado” si hubiésemos tenido la oportunidad. El día que le dije a Rubén que era posible que estuviera embarazada, yo estaba aterrada. Porque recordaba las veces en las que mi madre le decía lo mismo a mi papá y recordaba que la reacción de mi padre en lugar de ser de felicidad, siempre había sido de tedio, de cansancio y que después de regañar a mi madre (como si ella se hubiese embarazado sola), terminaba diciéndole cosas como: “pues ya ni modo, ojalá que sea otro varón para que me ayude”, “una boca más que alimentar en esta casa” o “ahora tendrás que ponerles más agua a los frijoles”.

Así que mis expectativas no eran del todo buenas. Sin embargo, cuando me atreví a contarle a Rubén, su respuesta fue una de las mejores que he recibido en mi vida. Me abrazó, me pidió que no llorara y me prometió que no me iba a dejar sola, que él estaría conmigo siempre y que nuestro bebé sería un niño precioso. Con esa confianza que las palabras de Rubén me dieron, decidimos ir a hablar con mis padres para que ellos también tuvieran la certeza de que nosotros seríamos unos muchachos responsables. Rubén quería que ellos supieran que él estaba dispuesto a casarse conmigo y hacerse cargo del bebé que ya venía en camino.
Ahora, con los años me pregunto: ¿por qué no decidí irme con él en ese momento? Tuvimos la posibilidad de irnos, de alejarnos de todo y hacer nuestra vida. Pero los “hubiera” son parte de un tiempo inexistente, de una realidad imposible porque la vida no perdona a los indecisos. Rubén me acompañó hasta mi casa, ahí se encontraban mis padres y hermanos reunidos, pues era más o menos la hora en la que servía de comer. Cuando llegamos, mi madre se acercó a mí y con ojos de preocupación intentó comprender de qué se trataba el asunto del que queríamos hablar con ellos. Sin embargo, en cuanto mi padre pronunció las palabras “y usted ¿quién es?” y “¿qué quiere aquí?”, todos los demás guardamos silencio.
Rubén le dijo que estaba ahí para pedirle permiso para que pudiera casarse conmigo. Él le dijo a mi padre que era un hombre trabajador, honesto y que quería hacer una familia a mi lado. Cuando mi padre le dijo que se fuera de su casa, que no quería hablar sobre el asunto y que no permitiría que su hija se casara con un tipo como él, que ni padre tenía, Rubén lo increpó diciéndole que él se haría cargo del hijo que estaba por nacer.
La rabia de mi padre se desató en ese momento, yo pensé que Rubén saldría corriendo, pero no. Se plantó frente a él y le dijo que no se iría de ahí sin mí. Mi padre arrojó el jarro que tenía en la mano y con él casi me golpea, volteó a ver a mis hermanas y les ordenó que me sacaran de ahí, diciéndoles que “eso lo arreglarían ellos entre hombres”. Mis hermanas me jalonearon, intenté no permitirlo, pero entre las tres y con ayuda de mi madre me llevaron hacía el huerto, atrás de la casa. De lejos sólo escuchábamos los gritos de mi padre, los insultos y las amenazas dirigidas a Rubén. Me alejaron mucho de la casa, hasta que dejamos de escuchar las voces. Yo estaba aterrada, sabía que mi padre era un hombre cruel y violento y por eso le suplicaba a Dios que no ocurriera nada, que Rubén saliera corriendo de ese lugar, total, ya vería yo la forma de escaparme con él.
Mi madre lloraba diciéndome que era una tonta, que había deshonrado a la familia, que cómo era posible que no pensará en que así no se hacían las cosas. Mi miedo podía más que mi orgullo, por eso no le respondí nada en ese momento, sólo rezaba en mi interior. De repente escuchamos un tiro, seguido de dos más. Mi padre tenía una carabina, y yo sabía que ese sonido provenía de esa arma que mi padre utilizaba todo el tiempo para cazar animales. Intenté correr a la casa, quería saber que Rubén estaba bien, pero mi madre y mis hermanas entre llantos y angustias me sostenían fuertemente y me decían que no podía ir o también me mataría a mí.
Lloré desesperadamente, quería que Dios me escuchara. Descargué mi odio con mi madre a quien la maldije por no hacer nada, por aceptar todo y por vivir con ese monstruo que era mi padre. Lloré, me revolqué en la tierra del huerto. Lloré y maldije a la vida, a mi suerte. Entre mis lamentos suplicaba que me dejaran ir a la casa, que me permitieran despedirme de Rubén. Pero nada de lo que dije o hice en ese momento fue suficiente para que mis hermanas me soltaran de los brazos, ellas también lloraban desconsoladas, parecía que también podían respirar la muerte igual que yo.
Después de varios minutos, mi hermano menor llegó a donde estábamos y nos dijo que ya podíamos regresar a la casa. Recuerdo que corrí desesperada, abrí la puerta del jacal y lo único que estaba ahí era un enorme charco de sangre en el suelo. Ni mi padre, ni mis otros hermanos estaban ahí. Salí corriendo del lugar para ver hacía donde se habían ido, para ver si era posible que estuvieran en otro lugar, pero no los encontré en ningún sitio. Una de mis hermanas me persiguió, mientras yo entre la maleza buscaba rastros de Rubén. Se hizo de noche y cuando me rendí, cuando me arrojé al suelo llorando aceptando lo peor, mi hermana me abrazó y me dijo que volviéramos a la casa.
Yo estaba ida, no sabía qué hacer. Tenía miedo de lo que pensaba que había ocurrido, pero tampoco tenía otro lugar a donde pudieran recibirme. Así que volví a mi casa. Cuando entramos en el jacal, el charco de sangre había desaparecido, junto al fogón se encontraba mi madre preparando café mientras mis otras hermanas guardaban silencio. Entré a la casa y nadie me dijo nada, mi madre me dio un té que me hizo dormir hasta el otro día.
Nadie volvió a hablar sobre el tema, parecía como si hubiesen hecho un pacto de silencio sobre lo ocurrido. Mi padre parecía tranquilo y seguía trabajando sus tierras. Pero mi panza no dejó de crecer. En ese lugar me convertí en un fantasma al que todos huían por lástima o por desprecio. El día que mi bebé nació me atendió la partera en el chiquero, porque mi padre no permitió que diera a luz en su casa. ¿Cómo iba a permitir que la manchara más? Mi hijo nació entre la suciedad, por la deshonra que yo llevé a mi familia. Al ver sus pequeños ojos, mi alma descargo todo el sufrimiento que había acumulado. Nuevamente lloré, lloré como si quisiera apagar la enorme hoguera en que mi corazón se había transformado de tanto odio y dolor. Y en ese momento supe que no podía quedarme más tiempo ahí, que jamás les iba a perdonar a mi familia el sufrimiento y el dolor de mi hijo por la ausencia de su padre.
A la semana del nacimiento de mi hijo tomé la decisión más difícil de mi vida: correr. Escapar de ese lugar. Yo sabía que no tenía nada, que nadie me ayudaría, pero prefería eso que continuar aceptando los maltratos de una familia que no dejaba de recordarme que les había fallado, que me había convertido en una vergüenza para ellos. Salí en la madrugada con las pocas cosas que tenía y con mi pequeño envuelto en una cobija. Me fui por el monte, llorando y pidiéndole a Dios que nos protegiera, que me ayudara a encontrar a Rubén o que le permitiera descansar en paz sabiendo que yo no estaría nunca más sola. Pues mi hijo iría conmigo a todos lados. Entre lágrimas, le prometí a Rubén que su hijo, nuestro hijo, siempre sabría que tuvo un padre que lo amó desde el primer momento que supo que venía al mundo y que lo estaría acompañando por el resto de su vida. Decidí correr, no tenía más alternativa, en la vida si recibes golpes tienes dos opciones: te acomodas para recibir los palos evitando el mayor daño posible o corres, huyes por tu vida.
Yo decidí escapar, correr sin voltear, ni por un instante, hacía atrás…